DOMINGO III DE PASCUA (B)
Homilía del P. Carles M. Gri, monje de Montserrat
22 de abril de 2012
Hch 3,13-15.17-19 / 1 Jn 2-5a / Lc 24,35-48
Hermanos, hermanas: en la primera lectura, san Pedro proclama con fuerza la verdad
de la resurrección de Jesús de Nazaret. El sepulcro vacío y las apariciones son una
prueba incuestionable.
Además, y esto es importante. Pedro hace ver que la muerte de Jesús es el
cumplimiento de las Escrituras. Su muerte no es fruto de unas circunstancias fortuitas,
tiene un valor redentor, que ya había sido anunciado desde los tiempos lejanos por los
oráculos de los profetas.
A continuación, denuncia con toda claridad, hasta con cierta dureza, la culpa y la
responsabilidad de quienes causaron la muerte de Jesús. Pero siguiendo el ritmo y el
estilo del auténtico profetismo, busca, con benevolencia, la excusa: sé que lo hicisteis
por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo . Entonces, propone la conversión. La
sangre de Jesús borra el pecado, da el Espíritu Santo y nos introduce en la vida
eterna. Para todos, pues, hay perdón, esperanza y gracia.
El fragmento de la carta de san Juan, leído en la segunda lectura, insiste en la idea
fundamental de la muerte de Jesús como expiación del pecado. Esta expiación no
conoce límites. En efecto, después del bautismo, en el corazón del cristiano, ya no
debería haber lugar para ninguna acción pecaminosa. Pero la debilidad y la
precariedad del hombre son grandes. Juan conoce esta pesadez y estas
negatividades humanas; sin embargo, también conoce la inagotable misericordia de
Dios. Por eso recuerda oportunamente que la cruz gloriosa de Cristo, su sangre
preciosa, siempre estarán a punto para purificarnos de toda mancha y de toda
trasgresión. Por lo tanto nunca nadie podrá desesperar de la bondad de Dios, que se
define como amor y que nos ha dado a su Hijo único, que se nos ha entregado hasta
la cruz.
En el evangelio, hemos visto cómo el Cristo resucitado se presenta a los discípulos
dándoles la paz. No les hace ningún reproche por su deserción ni por su cobardía. Les
demuestra con evidencia la realidad física de su resurrección, dejándose palpar,
comiendo con ellos, conversando amigablemente... Son signos fehacientes para
demostrarles que la fuerza de la resurrección ha atravesado sus restos mortales
llenándolos de vida nueva en el Espíritu. En aquellos momentos, la alegría pascual se
demuestra inmensa. La muerte ha sido vencida, el hombre está salvado, el sepulcro
vacío, el cielo abierto... Es en estos momentos de alegría desbordante que el Señor
les confía una gran misión: esta alegría, esta consolación, esta victoria sobre el
pecado y sobre la muerte la tendrán que proclamar, ofrecer y compartir con toda
persona, con todo pueblo, con toda nación.
Hermanas, hermanos: esta misión sublime, confiada a los apóstoles, es ahora nuestra
tarea, nuestro afán, nuestra responsabilidad. Somos los evangelizadores, la voz fuerte,
arraigada en el Espíritu de Cristo, que se hace oír en nuestro mundo para anunciar un
nuevo y mejor orden de valores. Entre ellos podríamos enumerar: la posibilidad de una
ética fraterna y solidaria, capaz de ahuyentar malévolas crisis económicas, la alegría
de la fidelidad en el recinto de la familia y de las relaciones sociales, el respeto a la
vida desde el alba de su concepción hasta el atardecer de la ancianidad, la belleza
superior del amor oblativo y altruista sobre todo egoísmo envilecido y esclavizante, y,
en definitiva, la victoria brillante del Cristo de Pascua que ensancha la esperanza del
hombre más allá de la finitud y le abre las portaladas de la vida plena y sin fin.
Arraigados, pues, en la fuerza del Señor resucitado anunciamos esta buena nueva
evangélica con nuestra palabra sincera y convencida, acompañada siempre por
nuestros hechos de amor respetuoso, fraterno y comprometido. ¡Qué así sea!