DOMINGO V DE PASCUA (B)
Homilía del P. Bonifaci Tordera, monje de Montserrat
6 de mayo de 2012
Hch 9, 26-31 / 1 Jn 3, 18-24 / Jn 15, 1-8
La Liturgia de los tres domingos primeros del Tiempo Pascual se ha centrado en
describir el hecho de la Resurrección y el domingo pasado, el cuarto, nos presentaba,
como síntesis, la figura del Buen Pastor, que da la vida por su rebaño. El domingo de
hoy, en cambio, nos presenta el fruto de la Resurrección en los fieles, y lo hace
sirviéndose de una comparación: la vid y los sarmientos, símbolo que ya en el Antiguo
Testamento servía para identificar al pueblo elegido. Incluso en la época de Jesús
había en el frontispicio del Templo de Jerusalén una cepa de oro para representarlo.
Jesús se apropia de este símbolo para describir la unidad que hay entre él y los que
creen en él. Del mismo modo que los sarmientos forman una unidad con la cepa, así
también los creyentes injertados en Cristo forman una sola unidad con él; tan profunda
es la comunión vital que tenemos los cristianos y el Cristo. Por su parte, San Pablo
utilizará la imagen de la cabeza y los miembros que forman un solo cuerpo para
describir esta comunión.
Jesús no podía expresar en menos palabras lo que sería el resultado de su Pascua,
de su victoria sobre el pecado y la muerte. Antes de su pasión había dicho "Cuando
sea elevado de la tierra lo atraeré todo hacia mí", y "nadie va al Padre -el viñador- sino
por mí". Y también "aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y
yo en vosotros”. Estas expresiones significan, en resumen, lo que evoca la imagen de
la vid y los sarmientos.
El Cristo que derramó su sangre por todos no podía dejar huérfanos a los que creen
en él: "Me voy y vendré a vosotros, y vuestro corazón se alegrará, y nadie os podrá
tomar vuestra alegría”. El Padre dio a su Hijo al mundo y este se ha quedado para
siempre: "yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo".
Esta unión del creyente con Cristo se realiza en el Bautismo, sacramento de vida y de
comunión, por medio del cual el bautizado se hunde en el agua muriendo con Cristo, y
sale de ella resucitado con Él. Y uniéndonos con él nos une a todos los demás
creyentes para formar su Iglesia, su propio cuerpo. Nos injerta en su cepa como lo
están los sarmientos, participamos de su vida divina, y damos fruto por la gracia, que
es la savia que fluye de la vid hacia los sarmientos, y, con Cristo y por Cristo,
entramos en relación filial también con el Padre, que Jesús describe como labrador. El
mismo Padre se encarga de que se dé fruto, podando las ramas para que den más, o
bien, cortando aquellas que ya no dan fruto.
Participar de la vida de Cristo significa participar también de la vida del Padre. Porque:
"Yo y el Padre vendremos a aquel que guarde mis palabras, -que son también del
Padre- y mis mandamientos", ya que "todo lo que tiene el Padre es mío”. Todo lo que
Cristo nos da lo recibe del Padre y "nadie se acerca al Padre sino por Cristo".
Todo esto nos habla del inmenso misterio de la Resurrección, culmen de la vida de
Cristo y fuente de la que brota la vida para el mundo. Tal como lo había anunciado de
antemano: "cuando me vaya al Padre os enviaré el Espíritu de la verdad".
De acuerdo con lo que estamos diciendo no se comprende la inconsciencia de tantos
bautizados, llamados a beber de esta fuente divina, pero que, o bien no la conocen, o
bien la desprecian prefiriendo otros intereses insustanciales. Bien podía afirmar Isaac
el sirio: "el único pecado que existe es quedarse insensible a la Resurrección".
Cristianos, por el Bautismo hemos participado de la vida de Dios, hemos resucitado
con Cristo, por tanto, busquemos "los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado
a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque
habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios" (Col. 3,1-4).
Hagamos, pues, todo lo posible por llevar una vida nueva digna de tan alta dignidad.
Demos frutos de santidad guardando los mandamientos de Cristo, seamos verdaderos
discípulos del Cristo, "no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la
verdad", como nos decía San Juan. Y el mismo Cristo nos lo exhortaba en el
Evangelio: "Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis
discípulos míos”.
Pues no le demos un desengaño. Tenemos en nosotros su presencia, y el Espíritu
Santo que es el amor mismo del Padre y del Hijo.