“Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el
poder de perdonar los pecados”
Mc 2, 1-12
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
¿QUIÉN PUEDE PERDONAR PECADOS, SINO SÓLO DIOS?
Dios se adecua a menudo a la inmadurez del hombre y lo acompaña a través de sus
circunlocuciones desviadas. El Señor no comunica de inmediato su voluntad de
manera radical y plena, porque no somos capaces de recibirla. La elección que está
llevando a cabo Israel, la de querer un rey, es una de esas circunlocuciones. El
pueblo deberá esperar el fracaso de su iniciativa para darse cuenta de que el único
verdadero rey es el Señor. Sólo entonces encontrará reposo. Entre tanto, Dios
mismo tiene paciencia y acompaña al pueblo para que la complicación que ellos
mismos se han buscado no les resulte fatal. No son, en efecto, las estructuras
jerárquicas ni los expedientes los que salvan, sino YHWH, única fuente de vida para
el pueblo elegido: él le propone incesantemente su voluntad por medio de los
profetas, y llama a todos para que vuelvan a poner en él toda la confianza a través
de una relación personal y vital.
A esta misma relación de confianza plena, cuyos confines son rebasados cada vez
por la Palabra eficaz de Jesús, nos llama el Evangelio: perdonar los pecados va más
allá del simple gesto «mecánico» y «utilitarista» de la curación. El Nazareno, con su
atrevida afirmación, pide a los maestros de la Ley que superen la imagen de Dios
que se han creado “¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?”: v 7), para
poder recibir el anuncio de la fuerza liberadora del Reino. También a nosotros se
nos pide hoy que no nos dejemos condicionar por la rigidez de las estructuras
mentales y de las instituciones humanas, y que seamos capaces de darnos cuenta -
con ojo avizor- de la presencia activa de un Dios que, con gestos gratuitos e
inesperados, se hace encontrar en nuestros límites.
ORACION
Concédenos, Padre, una fe capaz de abrir los techos, una fe capaz de deslizar
nuestras camillas -ésas en las que yacemos con el corazón encogido-, para
deslizarnos dentro, en lo vivo de la vida, en el corazón de la historia; para que nos
encontremos frente a Jesús. Una vez perdonados por él, curados por él -de las mil
pretensiones sobre la vida y sobre la historia-, podremos volver a nuestra casa y
con nuestros seres queridos, ya sanos y agradecidos. Como quienes saben que todo
lo reciben como don: el ser en el mundo, el ser guiados tras los acontecimientos del
mundo.
CONTEMPLACION
Puede pasar que un hombre se diga a sí mismo: «Las Escrituras nos engañan», y
todos sus miembros desistan de hacer el bien; y que, entregando por dentro hasta
los miembros del hombre interior -lo que constituye una cosa muy grave- deje de
hacer el bien y se diga a sí mismo: « ¿De qué sirve hacer el bien?». ¿Podemos,
hermanos, levantar al que piensa así y ha perdido la facultad de hacer obras
buenas en todos sus miembros interiores, como si fuera paralítico, abrir el techo de
esta Escritura y presentarlo al Señor? Ved, en efecto, que estas palabras son
oscuras, están encubiertas; y yo entreveo a alguien con el alma paralítica. Veo este
techo, y bajo el techo veo a Cristo escondido. Haré, en lo que pueda, lo que se
alaba en aquellos que, una vez abierto el techo, presentaron el paralítico a Cristo, a
fin de que éste le dijera: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Porque de este
modo salvó al hombre interior de la parálisis, perdonándole los pecados y
reforzando su fe. Pero había allí hombres que no disponían de ojos capaces de ver
que el paralítico interior estaba ya curado, y creyeron que el Médico que lo curaba
blasfemaba. Ese Médico realizó entonces algo también en el cuerpo del paralítico,
algo que sirviera para sanar la parálisis interior de los que habían dicho tales cosas.
Realizó cosas que ellos pudieran ver, y dichas a su modo de creer.
Quienquiera que seas, tan enfermo y débil de corazón que quieres renunciar a las
obras buenas, y estás preso de una parálisis interior, haz fuerza para ver si, una
vez abierto este techo, podemos presentarte al Señor (Agustín de Hipona,
Exposición sobre el salmo 36, 3,3).