Domingo 2 del Tiempo Ordinario C
“Señor, contaremos tus maravillas a todas las naciones” (Sal 95)
La liturgia de hoy propone a nuestro entendimiento y a nuestro corazón el infinito amor de Dios
que se expresa en la riqueza de las imágenes de un desposorio, de la unión entre Dios y la
misma humanidad. El profeta Isaías (Is. 62, 1-5) describe bajo las imágenes del amor entre un
joven y su novia unidos en matrimonio cómo es el amor de Dios: un amor de salvación y de
predilección para con el pueblo elegido, de tal modo que todas las naciones y todos los reyes
de la tierra verán que Israel es el regocijo, la alegría de Dios y que Él protege y ama a su
pueblo como un esposo ama a su esposa, el Señor –dice la Sagrada Escritura- “ha puesto en
Israel su complacencia”.
El salmo 95 nos invita a cantar y a contar las maravillas que Dios hizo a favor de su pueblo y
que hoy hace también por nosotros. En este año de la fe qué bueno es considerar cuáles son
las intervenciones amorosas del Señor en favor nuestro, agradecer, adorar en la oración y
tomar conciencia de su acción salvadora para luego salir a contar a otros de la esta bondad y
de este amor maravillosos. Si la primera lectura nos situaba en el tema de la unión y del
desposorio, en la segunda (1 Cor. 12, 5-11) podemos advertir la idea de la unidad. Dios que se
da a la Iglesia estableciendo una nueva realidad de amor, nos ofrece el Espíritu Santo y sus
dones para forjar la unidad del Cuerpo Místico, que es su Iglesia. Este darse de Dios nos
enseña que también nosotros debemos darnos y brindar a los demás los dones recibidos para
la edificación y el bien común de la Iglesia. Estamos llamados a dar lo recibido, a dar frutos de
amor y de unidad. La diversidad de los dones de Dios son para gestar la unidad y viviendo en
la unidad del amor, dar testimonio para que el mundo crea que Dios es capaz de renovar todas
las cosas y darles un nuevo sentido.
El evangelio de hoy (Jn. 1, 1-12) nos habla de las bodas de Caná que es considerado el
comienzo de la actividad pública de Jesús, que hasta ese momento había crecido entre los
hombres de su tiempo como uno más, casi sin sobresalir. Allí hace Jesús el milagro de
transformar el agua en vino por pedido de su madre María. “Éste fue el primer milagro que hizo
Jesús, en Caná de Galilea, y manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos” (Ib. 11). Es de
notar que esta boda completa aquel desposorio y aquella boda esbozada por el profeta Isaías
siguiendo y dando hondura infinita a la tradición del Antiguo Testamento. Jesús empieza su
misión mesiánica en una boda, en un matrimonio que siempre es un nuevo comienzo, que
implica el comienzo de la comunidad llamada familia, comunidad de amor y de vida. La
presencia de Jesús en esa boda pone de relieve el significado fundamental del matrimonio y de
la familia para la Iglesia y la sociedad, significado que hoy corre el riesgo de desdibujarse por
acción de quienes pretenden cambiar el significado y el sentido natural del matrimonio entre un
hombre y una mujer.
Con Jesús está también, en Caná de Galilea, su Madre. Y esto nos habla de esa presencia
siempre cercana de María al lado de su hijo y de la Iglesia naciente en la figura de aquellos
primeros discípulos llamados por Jesús. En Caná podríamos decir que también se revela la
sencillez y la maternidad de María, una maternidad que acompaña, que es presencia y que es
preocupación amorosa por las necesidades de sus hijos. Al mismo tiempo María se revela en
Caná de Galilea como intercesora poderosa, como madre consciente de la misión de su Hijo,
consciente de lo que Él puede hacer y por eso dice a los servidores: “hagan lo que Él les diga”
(Ib. 5). Y los servidores siguieron las indicaciones de la Madre de Cristo. Esto nos lleva a
meditar en la presencia maternal siempre cercana y amorosa de María en nuestras vidas, en
las necesidades, en los problemas, en las contrariedades y los sufrimientos que a veces
conlleva nuestra vida humana.
El corazón del cristiano debe llevar en el corazón las palabras de esta Madre: hacer lo que
Jesús nos diga en su Palabra, en las mociones del Espíritu Santo, en la oración, en la vida. Es
necesario que aprendamos a escuchar a Jesús y después hacer, actuar, trabajar y
comprometerse dando lo poco que tenemos, los dones recibidos, para que se haga presente el
“vino bueno” de Jesús en la vida de quienes nos rodean. Si somos capaces de escuchar al
Señor y hacer lo que Él nos pide, Él sin duda transformará la realidad que nos circunda
llenándola de los valores del Reino, de esa nueva realidad que sólo él trae: el amor, la alegría,
una vida mejor y más digna. Los servidores pusieron el agua siguiendo las indicaciones de
Jesús ¿Qué estamos poniendo nosotros?
Que María, nuestra Madre, nos enseñe a escuchar a Jesús y a seguir sus indicaciones para
que el señor transforme nuestra vida y la de los que nos rodean.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú