SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR (B)
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
20 de mayo 2012
Hch 1, 1-11; Ef 4, 1-13; Mc 16, 15-20
¿Lejanía o cercanía? La ascensión del Señor, ¿qué significa, hermanos y hermanas?
¿Separación o inicio de una nueva forma de presencia? El fragmento final del
evangelio que nos acaba de proclamar el diácono ya lo dice: la ascensión no aleja a
Jesucristo de nosotros, sino que inaugura una nueva forma de relación, una nueva
forma de presencia. Por tanto, una nueva forma de proximidad. Jesús se va hacia la
Vida eterna, hacia el Padre. Tras la separación que supuso el sepulcro, cuando
parecía que había sido vencido por la muerte, Dios le dio la razón. Resucitó. Con la
ascensión, toma posesión de la gloria que tiene como hijo único del Padre (cf. Jn 1,
14) después de haber vencido el pecado y la muerte por medio de la cruz. Y desde
esta gloria divina es cercano a todos y presente en todas partes.
En el periodo de tiempo intermedio transcurrido entre la resurrección y la ascensión,
acabó de educar a sus discípulos para que entendieran mejor las cosas del Reino y el
modo de hacer de Dios. Les abrió la inteligencia y el corazón para que le conocieran
mejor, a él, como Amigo, Maestro y Señor. Quería que no tuvieran sólo una idea, un
concepto, sino que establecieran con él una relación vital que tocara el núcleo más
íntimo de sus personas. De esta manera, no se limitarían a conocer a Jesús y su
mensaje evangélico desde fuera sino que lo vivirían en su interior. Les enseñó que,
por el Espíritu Santo que recibirían, él estaría presente cuando la comunidad de
discípulos se reúnen para la oración y para el discernimiento de la voluntad de Dios,
que estaría presente en la Palabra proclamada en la asamblea cristiana o meditada en
el silencio del corazón, que estaría presente en la Eucaristía. Y eso hasta el fin del
tiempo. Esta es la nueva forma de presencia, que no captan nuestros ojos pero que la
fe sabe descubrir.
Tal como enseñan las lecturas que hemos proclamado, la misión que Jesús confía a
sus discípulos tiene una doble dimensión. Por un lado, está destinada a transformar el
interior de las personas. Y, por otro, a transformar la sociedad. La ascensión misma
nos muestra a qué estamos destinados y cuál es la dignidad de la persona humana,
desde el momento que somos llamados por Dios a seguir el camino de Jesús y llegar
a donde él está, a la comunión de amor del Dios Trinidad. Para llegar aquí, sin
embargo, tenemos que trabajar, haciéndonos dóciles al Espíritu, para ir viviendo cada
vez más según el modelo de persona que nos propone el Evangelio; y, al mismo
tiempo, tenemos que ir construyendo la sociedad según el modelo de convivencia
basada en el amor y el servicio que nos ha ofrecido Jesús, el Señor. Él nos ayuda a
ponerlo en práctica con su presencia velada, discreta, pero eficaz.
A partir de la enseñanza de Jesús, los miembros de la Iglesia tenemos una tarea
fundamental que realizar en el contexto presente de la sociedad. Efectivamente, desde
hace mucho tiempo, cada día podemos constatar con aprehensión y con nuevos datos
la falta de honestidad y de ética que ha habido en muchos ámbitos; podemos
constatar la crisis profunda de valores que hay en la base de estos comportamientos.
Y vemos cómo esto hace incierto el futuro de la sociedad como tal; cómo cada día
crece la gravedad de la situación de los más vulnerables, tanto a nivel de los que
pasan penurias económicas como de quienes ven como se acaban los recursos para
atender sus situaciones de dependencia. La gente está desconcertada y experimenta
una crisis de confianza, debida a las mentiras y falsos diagnósticos -quizás
interesados- que ha tenido que escuchar estos últimos años, tanto de algunos
responsables de la gobernación como de ciertos gestores de la economía. La gente
está desconcertada, también, al constatar el afán lucrativo y especulativo de las altas
finanzas, así como de la manera discriminada con la que en algunos medios de
comunicación se tratan estas cuestiones, con silencios a favor de unos y con
campañas en contra de otros.
El mensaje evangélico, profundizado por la doctrina social de la Iglesia, a favor de la
persona y de una sociedad equitativa, nos enseña el camino de la ética en la política y
de la humanidad en la economía. Nos toca ponerlo al servicio de nuestros
conciudadanos y, con la palabra y con la vida, ser testigos de justicia y de verdad, de
respeto, de sobriedad, de solidaridad, de responsabilidad, etc. Los cristianos sabemos
que es posible otra manera de actuar, si se cambia de mentalidad y se pone el acento
en el amor y en el servicio desinteresado. No es un camino fácil; está lleno de
obstáculos y de luchas, porque los intereses de quienes a escondidas mueven los
hilos de la economía mundial son muy fuertes. Es cierto que nos pueden reprochar a
los cristianos, nuestras incoherencias con la palabra de Jesús y con su mensaje
evangélico y nuestros pecados. Y nos hemos de convertir. Pero, debemos saber que a
pesar de ser vasijas de barro, somos portadores del tesoro que es conocer a
Jesucristo y su Evangelio (cf. 2Cor 4, 7). Esto nos infunde confianza porque el Señor
está con nosotros. Y apoyados en él, podemos confiar en el futuro a pesar de la
situación tan difícil y las malas noticias que nos llegan cada día.
La celebración anual de la ascensión del Señor nos hace comprender cada vez más la
grandeza del ser humano y nos recuerda el respeto que debemos tener para cada
persona; la solemnidad de la Ascensión nos devuelve la alegría de trabajar por la
causa de la humanidad, por unas condiciones justas y dignas para con los más
desfavorecidos. La victoria de la resurrección de Jesús debe llegar a las esclavitudes
que experimentan tantos contemporáneos nuestros; debe derribar la soberbia de
quienes sólo piensan en su lucro y provocan el empobrecimiento creciente de muchos.
El objetivo último, sin embargo, no es sólo crear una sociedad más justa y solidaria. El
objetivo último es que toda persona humana vea rehabilitada la dignidad que Dios le
ha querido dar al llamarla a la vida y pueda llegar a participar de la divinidad de
Jesucristo.
Para que podamos contribuir a hacer realidad este plan admirable que Dios ha
establecido, debemos familiarizarnos interiormente con Jesucristo. La Eucaristía que
celebramos y el sacramento del pan y del vino que recibiremos nos permiten vivir esa
familiaridad con él y de profundizar su nueva forma de proximidad, inaugurada en la
ascensión.