DOMINGO DE PENTECOSTÉS (B)
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
27 de mayo de 2012
Jn 15, 26-27, 16, 12-15
Queridos hermanos y hermanas:
Este fragmento evangélico que acabamos de escuchar en la plenitud radiante de
Pentecostés, el evangelista san Juan lo sitúa al atardecer del jueves santo. Mientras
sobre Jerusalén iba extendiéndose la oscuridad, Jesús habló largamente con sus
discípulos, que eran a la vez sus amigos, tal como les llamó (cf. Jn 15, 14-15). En
torno a la mesa de la última cena, se creó un clima de confidencia, de amistad, de
intimidad fraterna. Y Jesús les abrió su corazón. Aquello, sin embargo, que entonces
fue dicho en la intimidad de la cena, ahora es proclamado a plena luz porque las
palabras del Evangelio están destinadas a todos. De todos modos, escuchando este
texto evangélico, hemos renovado ese momento de amistad. Y si entonces aquellas
palabras eran dirigidas a los discípulos reunidos en torno a Jesús, ahora han sido
dirigidas a quienes estamos reunidos en torno a la mesa eucarística, agraciados,
también, con la amistad del Señor.
Jesús nos ha hablado del Espíritu Santo. De la relación que el Espíritu tiene con él y
con el Padre y de lo que el Espíritu Santo es para nosotros. Procuremos, pues,
conocer un poco mejor este misterio divino que es misterio de amor y misterio de vida
Es apropiado hacerlo en este día gozoso de Pentecostés, de la venida del Espíritu
Santo sobre la Iglesia como fruto granado de la Pascua del Señor.
Jesús nos dice que el Espíritu procede del Padre , es, por tanto, Dios Padre quien por
medio de Cristo glorificado, envía el Espíritu Santo a los creyentes para la
transformación del mundo. Y nos dice, también, la compenetración profunda que
existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu; lo hace con aquellas palabras: todo lo que
tiene el Padre el mío y, todo lo que es de Jesús, lo habrá recibido el Espíritu que
vendrá sobre los discípulos para hacerlo conocer a los creyentes. Esta acción del
Espíritu lleva la Pascua de Jesucristo a su plenitud de gloria y de santificación.
Jesús aquella noche de despedida y de confidencias, decía, también, que el Espíritu
que enviaría daría a los discípulos un conocimiento profundo de él, el Hijo. Este
conocimiento, los discípulos no podían tenerlo antes de Pascua. Entonces les habría
sido una carga demasiado pesada -como decía el evangelio- para la cual los
discípulos, en aquel momento de la cena, aún no eran capaces de comprender el
alcance de las exigencias de seguir a Jesús; unas exigencias que pasan por la
participación en el su camino de muerte y de resurrección. Con la venida del Espíritu,
en cambio, recibirán la luz y la fuerza para entenderlo. Este conocimiento profundo de
Jesús también nos es concedido a nosotros por el Espíritu que hemos recibido en los
sacramentos de la iniciación, cuya gracia nos es renovada cada
Pentecostés. Podemos crecer en este conocimiento del Señor por medio de la
docilidad a la acción del Espíritu, que nos ayuda a vivir la relación con Cristo tanto con
la inteligencia como con el corazón.
Después de Pascua, pues, podemos entender las exigencias de seguir a Jesús
iluminados como estamos por el Espíritu Santo que nos guiará hasta la verdad
plena . Una verdad que no es otra que el conocimiento del Hijo de Dios hecho
hombre. No se trata de un saber adquirido intelectualmente sino, y sobre todo, de una
comprensión espiritual, de una relación de intimidad y de comunión profunda en el
amor. Este conocimiento que, después de Pascua, el Espíritu suscita en el interior de
los creyentes y que se actualiza constantemente en la memoria viva de la Iglesia,
encuentra su fuente y su plenitud en el amor que une al Padre, el Hijo y el Espíritu. Es
un amor del que nosotros podemos participar por la fe, nutrida por la Palabra de Dios y
por la vida que nos dan los sacramentos. A través de la vivencia de ese amor, se nos
va abriendo el sentido de la existencia y nos da a conocer qué es lo que está por venir
a lo que Dios nos tiene destinados, que no es otra cosa que la participación gozosa,
por obra del Espíritu, en la gloria de Jesucristo. Es a partir de esta perspectiva final
que podemos vivir con esperanza nuestro día a día, a pesar de las dificultades que
encontramos. Pensar en el porvenir que nos abre el Espíritu no es una evasión, una
fuga espiritual hacia adelante, sino un estímulo para comprometernos con el presente,
con todo lo que conlleva nuestra historia individual y colectiva.
Fijaos, hermanos y hermanas, que, en las palabras de aquella noche de la cena que
nos permite penetrar el evangelio de hoy, Jesús da dos veces el nombre de Defensor
(Paráclito) al Espíritu Santo. ¿Por qué este nombre? Porque prevé que los discípulos y
los cristianos que vendremos después, experimentaremos la incomprensión y hasta la
animadversión de muchos, como la experimentó Jesús. A menudo podemos ver
ejemplos de actitudes hostiles hacia los cristianos. En algunos lugares, se traducen en
persecución y en violencia, hasta el asesinato o el atentado terrorista. En nuestras
latitudes son hostilidades sobre todo de palabra, de burla, de tildarnos de crédulos o
de manipuladores, como si fuéramos incapaces de una reflexión intelectual rigurosa y
la razón hiciera insostenible el mensaje cristiano.
Ante estas situaciones y otras, Jesús sabe que los cristianos seremos puestos a
prueba, que experimentaremos la tentación, que nuestra fe puede vacilar. Y por eso
promete el Espíritu como Defensor (Paráclito) . Es decir, como fuerza y como luz
interiores para mantenernos en la confesión de la fe en Jesucristo y en la fidelidad a su
Palabra. Ahora bien, el Espíritu, tanto como Defensor , es Consolador en las
dificultades, en el combate de la fe, en la aridez de la oración y en la nostalgia de no
ver el rostro amado de Cristo. La liturgia de hoy canta poéticamente esta misión de
Consolador que tiene el Espíritu en el corazón de los discípulos diciendo que es
"descanso en nuestro esfuerzo", "gozo que enjuga las lágrimas", "tregua en el duro
trabajo" en la ardor de la existencia, como la "brisa en las horas de fuego" (cf.
secuencia "Veni, Sancte Spiritus").
La conversación íntima de Jesús aquella noche con los discípulos en torno a la mesa,
que de alguna manera hemos revivido hoy en la proclamación del evangelio, acabó
con el don sacramental de su Cuerpo y de su Sangre. También ahora, por obra del
Espíritu, se hará presente en el pan y el vino para entregarse a nosotros y renovar en
cada uno individualmente y en todo el Cuerpo de la Iglesia la abundancia de dones del
Espíritu en la gracia de Pentecostés.