LA SANTÍSIMA TRINIDAD (B)
Homilía del P. Josep M. Sanromà, rector del Santuario de Montserrat
3 de junio de 2012
Dt 4,32-34 .39-40/ Rom 8, 14-17/ Mt 28, 16-20
Sí, hermanos, como dice la Escritura: "¿Qué Dios es tan grande como lo es el
nuestro?" Este Dios que se nos ha manifestado en Jesús como el signo más grande
de su amor por nosotros, que nos ha dado su Espíritu y que por el Hijo y el Espíritu
nos ha enseñado a amarlo y a llamarlo Padre; que lo ha puesto todo a nuestra
disposición para que nos ayudara a conocerlo y a caminar hacia él, y que, a pesar de
la debilidad del ser humano que tantas veces le ha llevado a alejarse de él, él no ha
dejado en ningún momento de acercarse a él para que reencontrara en su Señor y
Creador la alegría y la plenitud de sus orígenes, y no sólo eso, sino que se ha dignado
contar con él, o sea con nosotros, para llevar a cabo su obra de renovación de la
humanidad, llamándonos al seguimiento de su Hijo Jesús y poniendo en nosotros el
fuego y la vida de su Espíritu. Este Dios, Padre amoroso, Hijo misericordioso y Espíritu
consolador es el que hoy celebramos y homenajeamos en la fiesta de la Santísima
Trinidad.
Este Dios único del que nos hablaba la primera lectura, que ha hecho todo lo posible
para darse a conocer a su pueblo, que le ha hablado desde el fuego para que
escuchándolo continuara viviendo; que lo ha sacado de la penuria haciendo camino
con él, combatiendo a su favor pues su pueblo debía ser libre; que se ha dejado ver
con los ojos de la fe y se ha mantenido fiel cuando la prueba y la duda hacían
estragos. Un Dios que se manifiesta en el corazón de los que creen y confían en él,
dando vida a nuestra esperanza; y es en el corazón que debemos mantener el
recuerdo de tantos momentos de nuestro vivir en los que Dios ha estado y se ha
manifestado, y desde el corazón, reconociendo cuántas veces nos ha hecho sentirnos
queridos, rehacer la relación con él, si se ha roto; retomar la fe, si hemos dudado;
buscar de nuevo, si nos habíamos alejado; porque encontramos en él la felicidad que
quiere para sus hijos.
Este Dios se nos ha acercado en la debilidad de un niño que lleva por nombre "Dios
con nosotros", manifestándose como la Palabra enviada, como el Hijo único, para que
conociéramos, de su mano los caminos que nos llevan de nuevo al encuentro con
nuestro Señor y Creador a quien con él llamamos Padre. Nuestra fe no es para vivirla
con miedo, ni con temor, sino con alegría y esperanza, porque nos permite dirigirnos a
Dios como hijos, sabiendo que de antemano somos amados, esperados y queridos por
el Padre. No creemos en un Dios que se desentiende de nosotros, sino que nos
acompaña, nos habla y nos escucha sobre todo aquello que nuestro corazón tiene
necesidad de decirle, de confiarle; por eso Jesús nos ha comunicado su Espíritu para
que nos ayude a orar y a conversar con el Padre tal como él lo hacía. La cercanía de
Dios a nuestro mundo y a nuestra vida no depende de él, sino de nosotros y de
nuestros momentos de encuentro con él, si nuestra relación con él la vivimos como
fuente de vida, de consuelo, de esperanza. Si resulta admirable que nos podamos
dirigir a Dios como Padre, no lo es menos que nos podamos sentir hijos, y aún, llenos
de su mismo Espíritu.
Este Dios, para atraer de nuevo hacia él su creación y renovación, nos dice través de
su Hijo, Jesús: "Convertíos, porque el Reino de Dios está entre vosotros." A algunos
los llama diciéndoles: "Venid conmigo y os haré pescadores de hombres". Y a todos
nos recuerda: "Amaos como yo os he amado". Dios Padre, a través del Hijo y de
quienes él ha llamado a su seguimiento, inicia una nueva humanidad, ahora ya no con
una avalancha de agua, sino con un diluvio de amor y de bondad que engendra vida
en todos aquellos que se le abren y se le confían. Llamados a hacer camino con el
Hijo, escucharán y verán; creerán y dudarán, pero él les dirá y continúa diciéndonos:
"Id, convertid a todos los pueblos, enseñándoles todo lo que habéis aprendido de mí.
Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo".
Este Dios en quien creemos continúa queriendo ser activo en medio de nosotros y a
través nuestro; actúa a través de quienes le ofrecen la vida; a favor de quienes
esperan y los que desesperan, a favor de todos y a través de todos. El discípulo de
Jesús no puede desentenderse ni de quien lo ha llamado ni de aquellos a quienes ha
sido enviado; su llamada nos compromete con la humanidad como lo estaba Jesús, su
Espíritu nos empuja a llevar al mundo luz y esperanza con todo lo que en su nombre la
comunidad cristiana sigue haciendo por nuestro mundo. Nuestro Dios, grande y único,
se hace sencillo y pobre en el corazón de cada uno de nosotros para poder estar
presente en nuestro mundo; nosotros, reflejados en Jesús somos su rostro y por el
don de su Espíritu somos germen de vida nueva.
En este día de oración por la vida contemplativa, recordemos aquellas palabras de
Santa Teresa del Niño Jesús cuando, preguntándose por su vocación en la Iglesia,
dijo: "Yo en la Iglesia, mi madre, seré el Amor". Hoy, los cristianos, tenemos la llamada
y el deber, en nombre de Jesús, de ser el Amor en medio de nuestro mundo.
Que el Dios Trinidad en quien creemos, a quien rogamos y a quien anunciamos como
Padre, Hijo y Espíritu Santo, nos acompañe en la misión que él mismo nos ha
confiado.