DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Daniel Codina, monje de Montserrat
17 de junio de 2012
Ez 17, 22-24 / 2Cor 5, 6-10 / Mc 4, 26-34
Hermanos: Esta época del año que estamos atravesando, la primavera, nos puede
ayudar a comprender la enseñanza de fe y de fidelidad que hoy nos ha sido dado en
las lecturas de este domingo. La vegetación, superando el letargo del invierno, se
despabila y estalla en una lozanía llena de vida y de belleza: el color verde intenso,
tierno, las flores, los frutos, los campos dorados que se preparan para la siega: una
explosión de vitalidad, de superación de los tiempos difíciles del frío y del mal tiempo,
una explosión también de esperanza, pues los frutos y las semillas deben asegurar el
futuro de la misma naturaleza y de todos. Y todo esto se ha hecho solo, mientras
nosotros hacíamos nuestro camino, empeñados en mil ocupaciones o preocupaciones,
o a pesar de nosotros que a menudo nos empeñamos en destruir o malgastar la
misma naturaleza, o bien distraídos disfrutando de nuestro descanso, o distraídos en
cosas que no van a ninguna parte. Es más: cada semilla crece y da fruto según lo que
es, y a veces sorprende que una semilla diminuta e insignificante se transforme en una
planta bastante grande y lozana.
Pero no es la atención hacia la naturaleza lo que las dos parábolas del evangelio nos
quieren inculcar: quieren atraer nuestra atención para descubrir y averiguar con
espíritu sencillo y abierto, como el de los pescadores y gente sencilla de Galilea que
seguían y escuchaban a Jesús de Nazaret, qué es, cómo funciona, cómo se muestra,
como transforma los corazones esta realidad importante, pero un poco misteriosa y
difícil de entender, que es el Reino de Dios. Este Reino es el objetivo principal de la
predicación de Jesús y es una buena noticia para los hombres y mujeres de buena
voluntad; además, Jesús nos hace pedir en la oración que enseña a los discípulos y a
todos nosotros, que " venga a nosotros tu Reino " (Mt 6, 10); una realidad que se
identifica con la predicación y los milagros de Jesús: Si yo expulso a los demonios por
el Espíritu de Dios -no por el poder del príncipe de los demonios, tal como acusaban
Jesús - es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios " (Mt 12, 28).
“El reino de Dios se parece a..." , así Marcos inicia el relato de la primera de las dos
parábolas: la de la semilla que crece sola, una vez sembrada. Parece que Jesús no se
complace tanto, para explicar el Reino, en la actividad del campesino al sembrar y
segar el final, sino en el período de inactividad, en el trabajo o actividad silenciosa,
escondida, tenaz, de la semilla enterrada en tierra. Es aquí donde quiere fijar la
atención de los oyentes. Quiere hacer comprender el trabajo de Dios: el del campesino
ya se ve, y es necesario que se haga, pero el de Dios no se ve y a veces puede dar la
impresión de que Dios se desentiende de la obra empezada. Claro, la misma fórmula
empleada por Jesús: Reino de Dios , puede inducirnos a hacernos una imagen más
vistosa, aparente, activa de esta realidad. Incluso, a menudo la hemos asimilado en
manifestaciones externas brillantes, triunfalistas, de la religión o de la iglesia, en
suntuosidad ritual o de nobleza personal, o incluso en un trabajo misionero sacrificado.
No, nada de eso. El trabajo de sembrar y de segar hay que ponerlo, pero la realidad
importante es la fe y la confianza que exige la semilla sembrada, la palabra de Dios
predicada y vivida por Jesús mismo. Esta Palabra, a pesar de las apariencias, va
haciendo su curso, hasta el resultado final. San Pablo lo tenía muy claro cuando, ante
las divisiones y facciones de la iglesia de Corinto, les escribe: "Yo planté, Apolo regó,
pero fue Dios quien hizo crecer; de modo que, ni el que planta es nada, ni tampoco el
que riega; sino Dios que hace crecer... Nosotros somos colaboradores de Dios, y
vosotros, campo de Dios, edificio de Dios" (1 Co 3, 6-9).
La segunda parábola, es similar: una semilla raquítica, pequeña, contiene una fuerza y
una vitalidad inusitadas. Y parece que Jesús quiera curarnos contra la decepción y el
desánimo que pueden producirnos los inicios modestos, inciertos, incluidos los
fracasos, de la predicación. Jesús atrae la atención, una vez más, hacia el interior,
hacia la fe y la confianza: ¿verdad que las semillas tienen un potencial que se nos
escapa y que no podemos cuantificar? Pues igual ocurre con el Reino. Nos dice: sed
positivos, mirad el interior, tened la paciencia del campesino, del que sabe esperar y
confiar: el Reino de Dios se amasa y se consolida en la fe y en la fidelidad de la
paciencia.
Hoy, hermanos, el Señor, al igual como hizo con sus contemporáneos narrándoles
estas dos pequeñas parábolas, nos quiere hacer entrar más adentro en la
comprensión del misterio del Reino de Dios que él mismo ha inaugurado: Él mismo es
la semilla sembrada en el mundo, una semilla que, sin embargo, a pesar de los
fracasos y la cruz, a pesar de los escándalos y las decepciones de muchos discípulos
de Jesús, va haciendo su camino. Él mismo vive y está presente en nuestra historia,
asegurando así la presencia y la vitalidad de Dios, el Padre. Entrar íntimamente en el
misterio del Reino significa estar muy atentos, con los ojos y el corazón muy abiertos
para descubrir esta vida y presencia de Dios: el amor y la fidelidad de los esposos, la
caridad de tantas y tantas personas que trabajan en los hospitales o en los asilos de
ancianos o de niños o en la calle, la alegría de los niños, la generosidad de los jóvenes
y la serenidad de los ancianos, los padres y madres que se desviven por cuidar y
educar a los hijos, el trabajo abnegado de los educadores y maestros y de los
catequistas, los que viven una vida de retiro y de silencio en la paz y la oración, el
ministerio sacerdotal abnegado, el de los misioneros en tierras lejanas o en nuestra
propio país... Una presencia que a menudo nos puede pasar desapercibida, pero que
conviene que sepamos ver y valorar en la esperanza.
Pedimos que la gracia del Espíritu Santo, del Espíritu de Jesús, guíe siempre nuestros
corazones y los ilumine para que sepamos comprender "lo ancho, lo largo, lo alto y lo
profundo del amor de Cristo" (Ef 3, 18), núcleo y motor del Reino, y que nos dé a todos
una fe y una esperanza lo suficientemente vivas para que sepamos dar siempre y en
todas partes frutos de verdad y de caridad.