SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
29 de junio de 2012
Hch 12, 1-11; 2Tim 4, 6-8, 17-18; Mt 16, 13-19
La solemnidad de hoy, hermanas y hermanos queridos, llena de alegría al Pueblo
cristiano. Los apóstoles san Pedro y san Pablo constituyen las grandes columnas del
colegio apostólico que, bien fundamentadas en Jesucristo, nos son garantía de la fe
que profesamos. Pedro, recibió la misión más institucional de cabeza de los apóstoles,
y Pablo, la de ejercer un ministerio itinerante y más carismático. Ambos, con su
diversidad complementaria de misiones, "con su sangre, plantaron la Iglesia", tal como
cantábamos en el inicio de esta celebración. Ambos, en Roma, sufrieron el martirio por
fidelidad a Cristo. Y ambos son guías de nuestra fe. Por eso todas las Iglesias de
occidente y de oriente hoy celebramos los dos apóstoles conjuntamente. Y,
celebrarlos, pide también que nos dejamos enriquecer por su testimonio.
Las lecturas que acabamos de escuchar nos han hablado de los elementos
fundamentales de su vida. En primer lugar, de cómo Jesucristo era el centro y el todo
de su existencia. Y, como consecuencia de ello, nos han hablado de la fidelidad y la
docilidad que ambos le tuvieron hasta el gesto supremo de dar la vida por él y por su
Evangelio. Y, además, en tercer lugar, nos han hablado de la comunión eclesial, vivida
en el amor y en la solicitud fraterna, en el seno de las primeras comunidades
cristianas, los dos apóstoles la vivieron entre ellos, a pesar de algunas diferencias de
perspectiva y de sensibilidad. Y ambos trabajaron para que el amor fraterno fuera el
distintivo de los discípulos de Cristo, tal como el Señor mismo había pedido (cf. Jn 15,
12).
Ambos compartían una misma fe. Ambos reconocieron en Jesús de Nazaret al
Mesías, el Hijo de Dios vivo . Pedro había convivido con él, había compartido la alegría
y el cansancio de la actividad misionera del Maestro; y también había experimentado
interiormente la derrota de la pasión y la cruz de Jesús, todo se le había derrumbado,
hasta que vio el rostro luminoso del Señor resucitado. Por ello, Pedro continúa
haciendo resonar su voz a través de la predicación de la Iglesia y afirmando a
propósito de Jesús de Nazaret: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo . Pablo, en
cambio, no había conocido a Jesús durante la vida mortal del Maestro. Fue unos años
después de la muerte y la resurrección del Señor cunado este se le manifestó como
viviente y le confió la misión de anunciarlo a los no judíos (cf. Gál 1, 16-17). Pedro y
los demás dirigentes de la Iglesia le reconocieron su vocación apostólica y su misión
particular. Por eso, Pablo defendió siempre que su predicación era tan importante
como la de Pedro (cf. Gál 2, 8). Uno y otro predicaron a Jesucristo como Mesías y
como Hijo de Dios. Esta predicación era fruto de la vocación particular que habían
recibido. Pero, también, y en grado eminente, de haber hecho vida propia el mensaje
del evangelio en medio de múltiples dificultades. El amor a Cristo y a la Iglesia les
motivaron a trabajar sacrificadamente y a perseverar hasta el final, hasta el martirio.
San Pedro y san Pablo nos enseñan a vivir el amor a la Iglesia. Quisiera detenerme
me un poco, estimulado por la solemnidad de estos dos grandes apóstoles y ante las
noticias negativas que a veces nos llegan de varios lugares sobre los fallos de algunos
miembros de la comunidad eclesial. Últimamente, la difusión desde dentro del propio
Vaticano de documentos confidenciales ha causado mucho impacto y ha suscitado
todo tipo de comentarios y de interpretaciones. Los hombres y mujeres que formamos
la Iglesia tenemos nuestras virtudes, pero también nuestros defectos y nuestros
pecados; y estas noticias negativas tienen en esto último -defectos y pecados- su
origen. Pero la Iglesia no es una mera organización humana. Queda claro en las
palabras del evangelio de hoy, cuando Jesús dice al príncipe de los apóstoles: tú eres
Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. ... Mi Iglesia . La Iglesia, pues, es de
Jesucristo, no es de nadie más. Y nada ni nadie la puede tomar de sus manos, ni los
poderes humanos, ni la indignidad de sus miembros, ni la perversidades de algunos
períodos históricos o de algunas actuaciones. La Iglesia ha nacido de la inmolación de
Jesús en la cruz; y él la ama entrañablemente como esposa, la nutre cada día con la
Palabra y los sacramentos y la lava cada día, además, con su perdón. A pesar de los
errores humanos de sus miembros, el responsable de la Iglesia es Jesucristo. Por eso,
porque él la ama, nosotros amamos a la Iglesia, que a pesar de los errores y las
limitaciones humanos, aquí en la tierra está formada también por una inmensa multitud
de hombres y mujeres de corazón manso y humilde que son presencia del Reino de
Dios en el mundo.
Nos deben doler los episodios negativos que se dan en el interior de la Iglesia, nos
debe doler la campaña que bajo el velo aparente de defender al Santo Padre, hace
mucho daño al testimonio de la Iglesia, hiere la persona de Benedicto XVI y traiciona la
confidencialidad de algunos que le escribieron en conciencia. Pero, como Jesucristo,
como los apóstoles Santo Padre y San Pablo, como tanta gente de espíritu evangélico,
debemos seguir amando a la Iglesia y trabajando para que cada vez sea más aquella
esposa sin mancha ni arruga que quiere Jesucristo (cf. Ef 5 , 27). En cambio, que haya
diferencias en las cosas opinables y en la valoración de los acontecimientos, no es
algo necesariamente negativo. Si se vive desde el amor, desde la humildad y desde la
búsqueda de la verdad o de lo que es mejor, es algo positivo. La comunión eclesial
arraiga, precisamente, en la fe y en el amor fraterno que no busca el propio interés
(1Cor 13, 5) sino que, escuchándose y dialogante mutuamente, busca compartir los
propios dones con los hermanos (Hch 4 , 32).
La solemnidad de hoy nos invita a profundizar la comunión eclesial; fundamentada en
la profesión de la misma fe expresada en el Credo, en el hecho de compartir los
mismos libros bíblicos que nos transmiten la Palabra de Dios y en la vivencia de los
mismos sacramentos. Hoy, de una manera particular, debemos estrechar los vínculos
de comunión con la Iglesia de Roma y con su obispo que es sucesor del ministerio de
Pedro y Pablo. Como la primera comunidad cristiana hacía con san Pedro cuando
estaba en la cárcel (cf. primera lectura), también nosotros oramos insistentemente a
Dios por el Santo Padre Benedicto XVI, para que lo sostenga en su ministerio de
fortalecer en la fe a sus hermanos ( cf. Lc 22, 31) y en su tarea de purificación
evangélica tanto del conjunto de la comunidad eclesial (cf. Jn 21, 15-17) como de la
curia romana que le ayuda en su solicitud por todas las Iglesias (cf. 2Cor 11, 28).
Pedro y Pablo están presentes en Roma. Sus sepulcros glorifican la Santa Trinidad y
testimonian la fe en Cristo en la que arraiga la Iglesia. Hoy damos gracias sabiendo
que, en la comunión de los santos, ambos están espiritualmente presentes en todas
las Iglesias en las que resuena su palabra apostólica; también, por tanto, en medio de
nuestra asamblea.
Ahora nos disponemos a celebrar la Eucaristía; que la recepción de los Santos Dones
nos de fuerzas en la fe y nos haga, en la escuela de los dos grandes apóstoles que
hoy celebramos, "amigos de Dios" (cf. canto de entrada).