DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Manel Gasch, monje de Montserrat
1 de julio de 2012
Sab 1, 13-15; 2,23-24. Sal 29. 2 Cor 8,7.9.13-15. Mc 5,21-43
Un monje de nuestra comunidad, fallecido hace pocas semanas, me reveló un día
cómo se podía expresar uno de los misterios más importantes de nuestra fe: ¿Cómo
puede ser que Dios sea bueno, que Dios lo pueda todo y que nuestra experiencia nos
diga que en el mundo encontramos la muerte, la enfermedad, el dolor y el sufrimiento?
Las lecturas de hoy, queridos hermanos y hermanas, me han evocado esta cuestión.
En muchas de nuestras preguntas ante la vida y la realidad del mundo, llegamos a
este: ¿por qué? ¿Por que el mal y todas sus derivaciones, cuando de Dios decimos
que es sólo la vida y el amor. Cuando decimos que quiere la vida y que todo lo ha
creado para la existencia, como nos decía el libro de la Sabiduría que hemos leído?
Este mismo monje pensador, lejos de angustiarnos ante algo intelectualmente difícil,
nos enseñó que hay problemas que tienen solución y que hay misterios que no la
tienen. Estos misterios nos ayudan a pensar, y estimulan nuestra fe y nuestra
confianza.
Ayudado por este consuelo, me parece más útil y propio de un comentario a las
lecturas del domingo contemplar las actitudes que el Evangelio nos narra en el
momento en el que, quien sufre la muerte de alguien o una enfermedad, se encuentra
con Jesús.
No encontramos en los relatos que hemos leído una solución intelectual al misterio del
mal, pero nos dicen sin ambigüedad que Dios es radicalmente solidario con el
sufrimiento.
Jesucristo, como el Revelador del amor del Padre, es contemporáneo del mal y del
sufrimiento. Las situaciones difíciles no son un legado que nos ha dejado a nosotros
de una manera abstracta. Él, Jesús, atravesó durante su vida infinidad de situaciones
en las que la realidad del mal era evidente. La muerte, el rechazo social, toda clase de
males del cuerpo y del espíritu, momentos en el que esta oscuridad de la vida y de la
realidad se manifestaba en los demás, y finalmente, Jesús también experimentó en sí
mismo la radicalidad de la contradicción entre un Dios bueno y omnipotente y una
historia donde lo que aparecía era la victoria del maligno.
El evangelio de hoy nos cuenta dos momentos en los que Jesús se encuentra con dos
situaciones límite: un padre desesperado por la muerte de una hija joven y una mujer
enferma que ha llegado al extremo de lo que las fuerzas humanas podían hacer para
curarse. Y el Señor se hizo presente -no para dar una respuesta intelectual al misterio-
sino para curar, para salvar, para consolar, hasta en aquellos casos, especialmente en
aquellas situaciones cuando parece que ya no queda ninguna esperanza humana. Por
eso podemos afirmar la solidaridad radical de Dios, por Jesucristo, con los que sufren.
La intervención de Jesús en los dos milagros de salvación que hemos leído tiene una
primera lectura aquí y hoy para nosotros que no podemos dejar de lado: ante una
situación difícil asumimos a menudo la misma fe de Jairo y de la mujer que sufría
hemorragias para pedir una intervención efectiva: una curación real, una de estas que
son comprobable médicamente. A pesar de todas las acusaciones que se nos puedan
hacer de premodernos, si no rechazamos de entrada esta actitud, los monjes sabemos
por experiencia cómo tanta gente nos confía situaciones de éstas para que las
presentemos a Jesucristo en la oración. No podemos dejar de lado la fe y la confianza
en que el Señor se puede hacer presente cuando hay dolor y enfermedad y puede
tener un efecto en el marco de situaciones difíciles.
Y además, no somos los únicos a quienes a veces se nos escapa la evolución de los
acontecimientos: todo lo que ha ocurrido en la economía local e internacional en los
últimos cinco años demuestra ampliamente que la teología y las cosas de Dios no son
las únicas misteriosas y que escapan al control humano.
¿Qué nos enseña a nosotros esta actitud de Jesús? Que necesitamos imitarlo. Que el
camino que nos indica es también el de la solidaridad radical con los que sufren, es el
de la misma intervención efectiva que él intentaba, en el espíritu de colaborar en la
salvación que él nos trae y realiza. ¡Cuántos testigos de ello queridos hermanos y
hermanas en la humanidad! Qué multitud de personas que, como el bosque que crece
haciendo menos ruido que el árbol que cae, cooperan a la salvación de los hombres y
mujeres, con conciencia de hacerlo en nombre de Cristo o incluso anónimamente
guiados por principios humanitarios.
Y con todo, el misterio permanece abierto. A menudo, en el plano de la realidad, Dios
no hace nada. Continúan muriendo inocentes, hay enfermedades incurables, hay
dramas, y vuelve el porqué antiguo ante el mal y el sufrimiento que nos pide ir un poco
más lejos que esta primera respuesta de pedir y procurar nosotros mismos la
intervención directa. Tampoco podemos decir aquí que Cristo quedara fuera de esta
lógica. Su muerte en cruz después de haber pedido a Dios que le fuera ahorrada, pero
con la plena confianza de hacer su voluntad, será siempre el paradigma de la actitud y
de la respuesta ante el misterio del mal. Una confianza y una fe en que las respuestas
finales pertenecen a una dimensión diferente, la del cielo, la del cumplimiento del
Reino, de los cuales en esta vida podemos tener intuiciones, recibiremos ayuda y
sentido para avanzar, pero, al final, mientras peregrinamos tenemos sólo la humilde
confianza de la fe, el recuerdo constante del ejemplo de Jesucristo y su presencia
sacramental que nos acompaña hoy, como cada día que partimos el pan y bebemos el
vino de la eucaristía.