DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat
12 de agosto de 2012
1Re 19, 4-8; Ef 4, 30 - 5, 2; Jn 6, 41-51
En nuestra vida de cada día, si nos fijamos bien, nos daremos cuenta de que hacemos
una serie de gestos, que son signos que quieren expresar una realidad más profunda
que la propia materialidad del gesto. Son tan connaturales con nosotros que
seguramente no nos fijamos en la profundidad del mensaje, o tal vez han dejado de
tener sentido para convertirse en algo muy superficial. El mismo darse la mano para
saludarse, por ejemplo, tiene ese sentido de aceptación del otro, y mejor aún de
aceptación mutua. Cuando el propio corazón no lo vive así, este gesto puede ser una
mera banalidad o una miserable mentira.
Hoy tenemos un tema central en lecturas que hemos escuchado: el pan es el alimento
que nos hace vivir, pero cuando en el evangelio Jesús nos dice que Él es el pan
bajado del cielo, nos está hablando, por medio de la figura y el signo del pan, de una
realidad mucho más profunda y que ahora en esta eucaristía hemos de poner de
relieve especialmente. Porque por un lado hemos oído que Jesús se hace pan, el cual
se convierte en símbolo del alimento esencial para todos nosotros; pero, más allá de
eso, nos dice también que no es una alimento cualquiera, es el alimento que Dios nos
da para todos. Él es el pan; dicho de otro modo, se da Él mismo para que todos nos
alimentemos en nuestro camino de fe. Es el alimento que nos da la fortaleza para
avanzar en nuestro camino de profundización y comunión con Dios y con los hombres.
La primera lectura ya nos daba una pista en este sentido. El profeta Elías, apasionado
por la causa de Dios, había tenido que huir de la ira de la reina Jezabel; llega un
momento en que se siente especialmente abatido, deprimido, está harto de la
situación injusta que le toca vivir, y pide a Dios la muerte; pero Dios no responde a su
petición, sino que le da, por medio de su ángel, el alimento para que tenga fuerza para
ir progresando hacia su destino final que es el Horeb, el monte de Dios. Nos ha hecho
saber que con la fuerza de aquel alimento el profeta pudo caminar, avanzar,
profundizar, durante cuarenta días y cuarenta noches; el lector de la Biblia sabe que
cuarenta, sean días, sean años, es el número simbólico para indicar una verdadera
experiencia: son los cuarenta años en el desierto del pueblo de Israel, son los cuarenta
días que Jesús pasa en el desierto antes de manifestarse a los hombres, cuarenta
días para la Pascua. Cuarenta días para que Elías se encuentre en la montaña del
Señor en su intimidad. Quizás podemos decir que, a la postre, es una actitud de vida.
Pues bien, a la luz de lo que podemos saber, cuando oímos estas palabras de Jesús, "
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo" nos damos cuenta de que el mismo Jesús
se da, comparte con nosotros su vida, porque Él es para todos nosotros el alimento
que nos permite avanzar con fuerza y llegar al final de nuestro itinerario vital, estando
seguros de que, en nosotros, se harán verdad las palabras de Jesús que nos ha dicho:
"el que coma de este pan vivirá para siempre". ¿Cómo comer el pan que es Jesús
mismo? ¡Acogiéndolo! En el sentido de que deseamos que sea vida de nuestra vida.
Es cierto que esto nos lleva a un compromiso: aprender a hacer lo que Él ha hecho por
nosotros, y de la misma manera que Él se da como pan de vida, también nosotros, con
una íntima comunión con Él, debemos dar lo que somos. Nosotros que estamos
viviendo unos momentos especialmente duros; que somos testigos de que la avidez
de unos cuantos ha significado la pobreza de muchos, saber compartir, saber dar la
vida, debe ser nuestro testamento vital. Elías vivió un auténtico desbarajuste cuando
denunció que las autoridades de entonces, desviaban al pueblo hacia la idolatría.
Miremos que no nos pase ahora. Que no transformemos el valor del compartir y dar
vida, en el del egoísmo insolidario que engorda financieros con muy pocos escrúpulos.
La eucaristía nos debe servir para mirarnos a la cara como Jesús miraba a sus
discípulos; para mirar, contemplar, a Jesús; para saber recibir con amor al Dios que
nos ama con un amor infinito. La Eucaristía es también, como le pasó al profeta Elías,
la fuerza que nos debe hacer avanzar durante los cuarenta "tiempos" para llegar a la
auténtica comunión con Dios. Tiempos pesados, tentados por el desaliento, con un
deseo que esto se acabe, aunque sabemos que durará tiempo, y la pobreza devorará
muchas familias. Procuremos que esté bien lejos de nosotros, como decía Pablo a los
Efesios, todo malhumor, mal genio, gritos, injurias y cualquier tipo de maldad. Nuestro
rostro debe ser el reflejo de la bondad, de la compasión de los unos con los otros,
perdonándonos, como Dios nos perdona en Cristo.