DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat
26 de agosto de 2012
Jos 24, 1-2a.15-17.18b; Ef 5, 21-32; Jn 6, 60-69
Hay momentos a lo largo de la vida espiritual en que las certezas de nuestro
catolicismo pierden brillo y aparece la tentación de la duda. Seguramente que hemos
escuchado expresiones como éstas, (y quizás también las hemos dicho), "yo antes
creía más; ahora me cuesta mucho creer en la resurrección, en la vida eterna o incluso
en la Eucaristía."
También aquellos israelitas reunidos en la asamblea de Siquem, como nos ha
recordado la 1ª. lectura, pasaban por una situación de crisis. Una vez muerto Moisés,
Josué se da cuenta de que los israelitas sienten la tentación de seguir a otros dioses y
por ello los invita a renovar lo que antes habían prometido. Entonces los israelitas
respondieron: ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros!
Esta profesión de fe la hacen recordando las maravillas que Dios obró a favor de su
pueblo. También nosotros, en no pocas ocasiones, debemos reproducir esta
experiencia del Antiguo Testamento. En los momentos de duda es cuando debemos
renovar la confianza en Jesucristo, nuestro salvador, y la manera de hacerlo es
recordando todo lo que Dios nos ha dado. Aunque el Señor no deja de sorprendernos,
hay ocasiones en que nos deja en cierta oscuridad para purificarnos.
En el evangelio que hoy hemos escuchado también encontramos esta situación
espiritual caracterizada por la duda. Jesús ha pronunciado el discurso del pan de vida
que hemos escuchado durante los domingos pasados. Los judíos se asombraban de
las enseñanzas de Jesús sobre comer su carne y beber su sangre. Muchos de los que
habían oído el discurso dudan de Jesús, vacilan y se van. Es fácil imaginar la escena.
Un montón de personas que, hasta ese momento, habían buscado la compañía de
Jesús porque se encontraban a gusto con él, de repente descubren que la propuesta
cristiana es más profunda. Ante este misterio, que aún hoy nos estremece, optan por
irse. No entienden lo que el Señor les propone y, en lugar de permanecer a su lado,
que hubiera sido lo razonable, ya que han visto el gran milagro de la multiplicación de
los panes y los peces, optan por irse. Jesús no les ha pedido nada heroico: al
contrario, les ha recordado que sólo pueden permanecer junto a Él si el Padre los
atrae. N adie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede . Y el evangelista añade:
Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él .
El Señor tuvo que mirar con tristeza a aquellas personas que no se atrevían a dar el
salto.
El cristianismo consiste en adherirse a una persona. De ahí la pregunta de Jesús a sus
apóstoles: "¿También vosotros queréis marcharos?". Esta misma pregunta nos la hace
cada día a cada uno de nosotros y la hace a todos los que, en alguna ocasión,
movidos por alguna necesidad, se han acercado a él en busca de ayuda. Nos dice,
mirándonos con tristeza en los ojos: "¿Tú también me quieres dejar, como han hecho
tus amigos, como han hecho ya tantos de los que viven a tu alrededor? ¿También tú
me dejarás cuando las cosas se pongan difíciles y se te complique la vida para estar a
mi lado? ¿También tú te irás cuando no entiendas algunos de mis planes? ".
Es una pregunta que resuena en los momentos de dificultad en la Iglesia. Muchas
personas la han oído en su interior cuando sus amigos y familiares, y a veces todo un
pueblo, abandonaban la fe para ir detrás de otros dioses. En cualquier caso no es la
pregunta de un único momento, sino que aparece con cierta frecuencia en la vida
personal.
Una vez más es Pedro el que se adelanta a responder: "Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna" . Fijémonos que la respuesta no sólo hace
una profesión de fe incondicional en Cristo, sino que también está diciendo que nadie
le es equiparable. Cuando alguien deja a Cristo, siente que este vacío no puede ser
llenado. Todos los demás discursos se pierden en la caducidad de la vida. Son válidos
por un momento, pero no sacian totalmente el corazón del hombre. Sólo Jesús, la
Palabra Eterna del Padre que se ha hecho hombre por nosotros y se nos da como
alimento, nos enseña lo que vale para siempre. En Él encontramos la respuesta a
todo, porque no se trata de este o aquel problema, sino del sentido y la plenitud de
nuestra vida.
Mirar la dificultad de la vida cristiana sin tener en cuenta los medios que el Señor nos
da para seguirlo, es un error. El cristianismo propone la forma más humana de vivir,
pero no debe verse como una exigencia sino como un don. Quien nos pide seguirle, y
nos invita a caminar sobre las aguas, lo hace porque antes nos ha comunicado su
misma vida. De manera excelente lo hace en el sacramento de la Eucaristía:
dándonos su carne y su sangre.
Después de la multiplicación de los panes y los peces, después de haberles saciado el
hambre física, Jesús dedicó un tiempo largo a instruir a los judíos. Aquí tenemos una
indicación por la cual el evangelio nos invita a cada uno de nosotros a escuchar al
Señor después de comulgar. La comunión es un milagro mucho mayor que la
multiplicación de los panes y los peces, por la que los oyentes de Jesús pudieron
satisfacer sus necesidades biológicas. En la Eucaristía todos podemos recibir el
mismo Dios.
Que María nos ayude a reconocer a Jesús como el Salvador del mundo y a no
apartarnos de sus palabras, que son espíritu y vida , aunque a veces este modo de
hablar es duro .