DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Francesc Xavier Altés, monje de Montserrat
2 de septiembre de 2012
Hermanos y hermanas:
Hemos oído que Moisés exclamaba: ¿hay alguna nación tan grande que tenga los
dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros siempre que lo invocamos?
Esta proximidad, casi familiar, era el fruto de aquella Alianza que Dios había pactado,
en la montaña del Sinaí, con su Pueblo. Se fundamentaba en el cumplimiento de la
voluntad de Dios expresada en la ley del Decálogo, y, por parte de Dios, en una
promesa de fidelidad indefectible, que garantizó asegurando: Si de veras me
obedecéis y guardáis mi alianza seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos,
porque mía es toda la tierra. Seréis par mí un reino de sacerdotes y una nación santa
(Ex 19,5-6).
Tras siglos de esta relación de inmediatez del Pueblo con su Dios creador y salvador,
Dios envió a su Hijo, hecho uno de nosotros, para crear una nueva humanidad
centrada en Jesucristo (Ef 2,16), el hombre perfecto, un hombre según su corazón.
Sin embargo, desde el inicio de la predicación del Reino Dios, Jesús se vio fiscalizado
por los fariseos y los maestros de la Ley de Moisés. Su proximidad a los marginados y
su misericordia hacia los descarriados, pero, especialmente, las curaciones que hacía
durante el reposo sacratísimo del sábado, sacaban de quicio a los fariseos. Aquel
profeta de Galilea, tierra de paganos, no podía ser un hombre de Dios.
Era cierto, que había alimentado una multitud a partir de cinco panes y dos peces, -tal
como el evangelista Juan nos ha explicado en los últimos domingos-, pero su
pretensión de ser el pan de Dios que da la verdadera vida al mundo, les resultaba
inaceptable.
Por otro lado, si, tal como Jesús aseguraba, él no había venido a abolir la Ley de Dios
sino a llevarla a su plenitud, ¿por qué sus discípulos comían sin haberse lavado
ritualmente las manos, convirtiéndose, así, en impuros y conculcadores de la praxis
religiosa tradicional?
Ellos, los fariseos, sí eran verdaderos seguidores de la Ley; sabían todas las sutilezas
y cumplían los 600 preceptos, positivos y negativos, establecidos por la tradición
rabínica. Aquella multitud de observancias, sin embargo, les había llevar a perder el
sentido, el valor y la prioridad de la Ley, acabando por conformarse con un
cumplimiento meramente formal. Uno podía lavarse las manos, y en cambio tener el
corazón corrompido. De ahí el reproche de Jesús: Dejáis a un lado el mandamiento de
Dios para aferraros a la tradición de los hombres.
Para Jesús, que venía del Dios que es Amor, sólo existía un único y doble
mandamiento: el amor a Dios, y el amor al próximo, por lo que sentenció: Estos dos
mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas (Mt 22,40).
Su enfrentamiento con el mundo religioso de su tiempo respondió a la experiencia que
él tenía del Dios que nos llama a la comunión de vida con él; del Dios que nos anima a
vivir como hijos libres y responsables, y no como esclavos encadenados a la ley. De
ahí el famoso dicho de san Agustín: Ama y haz lo que quieras . Es la expresión de la
auténtica libertad cristiana. Pero, cuidado: banalizarla seria destruirla.
Con el pensamiento y la experiencia de los verdaderos hijos de la Biblia, Jesús situó la
fragua de la impureza, o de la contaminación del hombre interior, al abrigo del corazón
humano, considerado como la parte más profunda de nuestra personalidad, de la
conciencia, los sentimientos y de la voluntad. De ahí que la guarda del corazón sea el
eje de la experiencia y de la ascesis cristiana. De ahí que cuando Jesucristo y los
valores del Evangelio desaparecen de nuestro horizonte personal la vida cristiana se
nos vuelve insulsa, insoportable, sin mordiente. Entonces, como los pueblos fariseos,
recurrimos al disfraz inmaduro del “yo ya he cumplido”.
Por ello, si nos queremos libres y firmes como Jesucristo, si anhelamos la liberación
integral para todos, necesitamos sacar el agua de allí donde Jesús bebió el sentido de
la vida, es decir, de la comunión existencial con Dios. Él, y solo Él, fue la razón de todo
lo que Jesús fue, dijo, e hizo.
En el momento presente, marcado entre nosotros por la delicada situación
socioeconómica, nos damos cuenta de las consecuencias de lo que puede salir del
interior del hombre , y que sólo el Espíritu de Jesús nos puede ayudar a
desenmascararlas y a vigilar lo que genera nuestro interior, a reconocer que, poco o
mucho, todos hemos contribuido, al menos, con nuestros evidentes pecados de
omisión, con el silencio políticamente correcto, con la pasividad o con un espíritu
egoísta. Sí, nos hemos contaminado porque hemos dejado, intencionadamente
olvidados, los sentimientos y las actitudes de Jesucristo, en un recodo de la vida.
Ahora no es el momento de lamentarnos de ello, sino de convertirnos al Evangelio y
mirando de sostener a los más frágiles y débiles. No seamos como los fariseos que
frustraron el designio salvador de Dios. Recordemos la exhortación de la carta de
Santiago: Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros.
Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos ...
(St 1,17). Así nos haremos dignos de la más la grande y la más sublime de las
bienaventuranzas del Reino de Dios proclamadas por Jesús: Dichosos los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios ( Mt, 5,8).