SOLEMNIDAD DEL NACIMIENTO DE LA VIRGEN MARÍA
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
8 de septiembre de 2012
Miq 5, 1-4; Rom 8, 28-30; Mt 1, 1-16.18-23
En nuestra basílica, hay tres representaciones del nacimiento de la Virgen María, la
solemnidad que celebramos hoy. Una está esculpida en el atrio sobre la puerta lateral
izquierda de esta basílica, dedicada precisamente a la natividad de la Virgen. La otra
representación, hermanos y hermanas, se encuentra en el relieve que hay a la
derecha de la Santa Imagen, nuestra Moreneta, visible desde esta nave. Ambas
representaciones están inspiradas en la iconografía bizantina; Ana, la madre de María,
está representada tumbada en la cama mientras dos comadronas lavan la Niña recién
nacida en un recipiente, evocando así el lavatorio espiritual que opera el bautismo
cristiano. En estas representaciones María aparece separada de su madre, como para
indicarnos que ya desde el nacimiento no le pertenece de manera exclusiva, sino que
pertenece al Pueblo cristiano, que pertenece a la humanidad entera necesitada del
Salvador que la recién nacida pondrá en el mundo.
La tercera representación del nacimiento de María en la basílica, se encuentra aquí en
el ábside. Es el primer cuadro de la fila de abajo a mi izquierda. Podemos ver a Ana,
tumbada en la cama, pero con la hija, María, en brazos, y el padre, Joaquín, de
espaldas a nosotros contemplando a la esposa y el fruto que ha dado su matrimonio.
Es una escena entrañable que nos habla de unos padres alegres por el nacimiento de
su hija. Es una escena muy humana, similar a la que se da en el seno de tantas
familias. En el cuadro, sin embargo, están representados también unos ángeles. Su
presencia indica que detrás de esta escena tan humana hay una realidad divina
particular. Las figuras de los ángeles indican una solicitud divina especial; Dios -que
por decirlo con las palabras de san Pablo que hemos escuchado- llamó a María antes
de que existiera, vela por ella desde el nacimiento, para que pueda llevar a cabo la
misión única que le ha confiado en el plan de la Encarnación del Hijo, el Verbo de
Dios. Porque mientras se sucedían las generaciones, tal como hemos escuchado en el
evangelio, desde Abraham y David hasta José, el esposo de María , Dios pensaba en
ella y en la santidad de vida que tendría.
Es sobre todo esta dimensión divina, la que hoy nos lleva a hacer fiesta y mostrar
nuestro agradecimiento. La maternidad de Ana y la futura maternidad de María
preconizan la fecundidad de la Iglesia que continúa poniendo en el mundo a Cristo y
engendrando hijos e hijas de Dios. Desde esta perspectiva, podemos decir que el
nacimiento de Santa María constituye el preludio de nuestra salvación, porque es el
nacimiento de aquella que será el habitáculo en el que Dios, en la persona del Hijo,
asumirá la naturaleza humana; es el nacimiento de aquella que será el templo donde
el Infinito se hará finito y mortal para ser solidario de toda la humanidad; ella,
acogiendo la Encarnación del Hijo de Dios, hace posible que Aquel que es de
naturaleza divina pueda ser plenamente hombre. La actuación de María no fue sólo
pasiva, dejando que Dios actuara en ella; al contrario, ella colaborará muy
activamente, con toda libertad y de una manera muy generosa y eficaz, a la obra
salvadora de su Hijo.
Por ello, todas las Iglesias de oriente y de occidente celebran con alegría el nacimiento
de la que será madre del Dios hecho hombre. Esta mañana, quienes estábamos en la
oración de Laudes, expresábamos la razón de nuestra alegría cantando un texto, que
tiene también la liturgia bizantina como tropario de la fiesta, y que expresa muy bien el
sentido de la celebración de hoy: "Tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, anunció la
alegría a todo el mundo. De ti nació el sol de la justicia, Cristo, nuestro Dios, que,
borrando la maldición nos trajo la bendición, y, triunfando de la muerte, nos dio la vida
eterna" (antífona al Benedictus).
La alegría, pues, con la que celebramos el nacimiento de María es ofrecida a todo el
mundo, a toda la humanidad, también a los que no son cristianos o no son creyentes.
Es para todos porque ella será la madre de Cristo, el sol que ilumina toda la
humanidad y que con su palabra hace resplandecer la verdad, el bien y la justicia, el
sol que sostiene el amor fraterno y da calor al corazón humano. Jesucristo, con su
obra de salvación, cambia la situación sin salida en que se encontraba la humanidad,
debido a la imposibilidad de acceder a Dios a causa del pecado original. Jesucristo
cambia la maldición que cerraba a la humanidad las puertas del paraíso divino y nos
otorga la bendición del perdón y de la gracia. Y, yendo más allá, todavía, nos abre el
camino del encuentro con Dios, nos bendice con la amistad del Padre del cielo y nos
llama a vivir para siempre en su presencia gozosa. Todo ello, como dice el texto
litúrgico de Laudes, es fruto de la lucha de Jesús contra el mal y el pecado, fruto de su
muerte en cruz y de su resurrección. La resurrección que nos abre el acceso a la vida
para siempre más allá de la muerte, y a la que nosotros estamos llamados a participar,
siguiendo las huellas de Santa María, la que más se ha identificado con Cristo.
La consideración de todas estas cosas nos hace comprender realmente que tras la
simplicidad del nacimiento de María en el seno de una familia judía creyente, está la
grandeza inefable de Dios y la ternura de su amor. Por eso, María, tal como decíamos
al inicio, no pertenece sólo a sus padres ni pertenece sólo a Jesús sino a todos los
creyentes en Cristo, a toda la humanidad, tal como Jesús, según el evangelio de san
Juan, lo dirá en la cruz (cf. Jn 19, 26-27). Esta pertenencia de María a todos, podemos
constatarla cada día en este santuario de Montserrat, que tiene por patrona la
Natividad de Santa María, y en todos los santuarios marianos del mundo.
La solemnidad gozosa de hoy nos asegura que Dios vela por nosotros, de una manera
normalmente imperceptible pero real. La solemnidad gozosa de hoy nos asegura que,
pese a las dificultades de la hora presente, Dios está con nosotros iluminando el
camino para que contribuyamos a encontrar soluciones en bien de las personas que
sufren de tantas maneras. Nos asegura, todavía, -la solemnidad de hoy- que Dios nos
ama y no nos abandona nunca.
La presencia de Cristo, nacido de María, en la Eucaristía es el signo y la prenda más
grandes.