DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO B
Homilía del P. Cebrià Pifarré
16 de septiembre de 2012
Is 50, 5-9a; Sant 1, 14-18; Mc 8, 27-35
Lo acabamos de oír. Yendo de camino por los pueblos de Cesarea de Filipo, al Norte
de Galilea, Jesús pregunta a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?».
Corrían muchos rumores sobre quién era Jesús, y entre la gente no debían faltar
discusiones. Muchos habían escuchado de los labios de Jesús la noticia bonita y
sorprendente de la cercanía de Dios en la vida de los humanos. De Jesús les
impactaba, más que nada, la autoridad con que hablaba y la fuerza con que curaba a
los enfermos y ofrecía el perdón a los pecadores. Nunca nadie ha hablado así. ¿De
dónde le viene la fuerza de la palabra y de las obras de liberación? Algunos tenían a
Jesús por profeta, y se preguntaban si no sería Elías o quizás Juan Bautista.
Dirigiéndose luego a los discípulos, Jesús les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que
soy yo?». Pregunta crucial, que Marcos sitúa en medio de su relato sobre Jesús, cuya
vida, entre el bautismo en el Jordán y su muerte en cruz, es presentada como un
verdadero drama teológico. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Al evocar esta
pregunta, Marcos nos invita a todos a descubrir el destino de Jesús, recordando que
no se puede ser unos espectadores neutrales. Hay que tomar posición.
En su convivencia con Jesús los discípulos habían escuchado al Maestro y habían
sido conmocionados por su praxis de liberación: para revelar el rostro amoroso de
Dios, sale al encuentro de los oprimidos y marginados y hasta se sienta a la mesa con
ellos. También les había impactado ver a Jesús como hombre de oración: pasa
noches enteras orando, abierto al misterio insondable de Dios, a quien llama "Padre
amado". Y por encima de todo, les impresionó de Jesús, la confianza que tenía puesta
en Dios, expresada en una obediencia incondicional a su querer amoroso. ¿Quién es
Jesús? ¿Intuyeron quizá la originalidad de Jesús, que el centro de gravedad de su
mensaje y de su vida, los criterios de acción, los juicios de valor, todo en él provenía
de una íntima, profunda, inefable comunión con Dios, el Padre del cielo, cuyo amor le
era como una quemadura en el alma? La respuesta de Pedro, como resumen de la fe
de la comunidad, lo haría creer: «Tú eres el Mesías», el Ungido de Dios, el liberador
prometido por Dios, siempre esperado.
Pero, ¿qué tipo de Mesías es Jesús? Al presentar a Jesús como Hijo amado de Dios,
a quien hay que escuchar, y como Hijo del hombre, personificación del hombre justo e
inocente, Marcos nos está diciendo que Jesús es un Mesías del todo singular. Quizás
por ello, a fin de mostrar que él no es el Mesías guerrero, triunfador y glorioso que
muchos esperaban, Jesús impone a Pedro la consigna del secreto. Una proclamación
prematura de Jesús Mesías, ¿no sería un escollo al proyecto de Dios sobre el Mesías
humilde y pobre, que tiene que pasar por el sufrimiento y por la muerte antes de ser
confirmado como Salvador en el amanecer de Pascua? En el paso evangélico que
hemos escuchado, justo después de la confesión de Pedro, Jesús, con toda claridad,
anuncia a los discípulos el camino de la pasión como camino del Mesías según Dios.
También se nos dice que Pedro, pensando hacerle un favor, se puso a contradecir a
Jesús, hasta el punto que éste lo reprendió delante de los discípulos con palabras
severas: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como
Dios!». En el relato de Marcos sobre Jesús como Mesías crucificado, que nos salva
desde la indefensión del amor, estaríamos ante una catequesis de ruptura, cuyo
objetivo es poner en guardia a la comunidad cristiana, siempre tentada de olvidar el
camino humilde, de servicio y pobreza, de Jesús crucificado, puesto que es aquí
donde se cumple el misterio del Reino de Dios, y de instalarse en una religión
triunfalista, aburguesada, aliada de los poderes mundanos.
En este sentido, la llamada de Jesús al seguimiento, con la que termina la secuencia
evangélica de hoy, no tiene contrapartida: «El que quiera venirse conmigo, que se
niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su
vida la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio la salvará». Así pues, para
ser seguidor de Jesús, no basta confesarlo con palabras, sino sobre todo con la vida,
sin eludir el camino de la cruz, el camino que él ha querido recorrer antes que nadie.
Tomar la cruz significa proyectar la propia existencia no en términos de posesión, sino
en términos de entrega y de oblación, de solidaridad y hermandad. Al compartir ahora
un mismo pan eucarístico, seamos todos, de verdad, el cuerpo de Cristo entregado por
la vida del mundo.