DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Josep M. Sanromà, rector del Santuario de Montserrat
23 de septiembre de 2012
Sab 2, 12. 17-20/ Sant 3, 16-4, 3/ Mc 9, 30-37
"¿Quieres la paz, busca la justicia", decía hace unos años el mensaje de las camisetas
de una organización solidaria de nuestro país; y es que cuando no hay paz es porque
alguien viola la libertad y los derechos del otro, movido por intereses inconfesables.
Esto es tan antiguo como la propia existencia del ser humano y lo que nos enseña la
historia es que no aprendemos, se repiten la corrupción, las injusticias, las guerras, los
genocidios, nos ponemos las manos a la cabeza y a la semana siguiente estalla otro
conflicto. La lucha por la justicia, para obtener la paz, no es sólo algo exterior a
nosotros sino una lucha que ocurre en el interior de cada uno cuando vemos los
intereses que nos mueven, las actitudes frente a los demás, los pasos que hacemos o
que no hacemos. Es la eterna lucha entre el bien y el mal que no podemos evitar y ya
sabemos qué pasa cuando no luchamos lo suficiente a favor del bien. Esta es nuestra
cruz, la de cada uno, la aceptación serena de nuestra realidad humana, frágil y
egoísta, que hemos de aceptar y con ella seguir a Jesús y la atención consciente y
constante para no dejarnos dominar sino mejorar lo que sabemos que no nos deja ser
"imagen y semejanza de Dios". Por algo la primera llamada de Jesús es a la
conversión, a renunciar al mal en favor del bien, en nuestro interior y en público; hacer
el bien y enseñar a hacerlo para contrarrestar los efectos del mal, crecer como trigo
para ahogar la cizaña; no hay que arrancarla, dice Jesús, sólo hay que evitar que
crezca. Todo un trabajo personal que nos pone a prueba enfrentándonos con nosotros
mismos, el instinto contra la razón, la voluntad contra la conciencia, y en nuestro caso,
como cristianos, nuestros planes frente a los que Dios tiene y que habitualmente nos
cuesta tanto de entender y de aceptar, quizás porque nos falta fe.
Jesús explica esto a los discípulos repetidas veces y ellos que esperaban un Mesías
liberador y victorioso no entienden nada, no pueden concebir de ninguna manera que
la entrada en el Reino que Jesús les predica se abra con la llave de la cruz, tanto para
el maestro como para los discípulos; pero, en cambio, discuten cuál de ellos, en este
Reino, será el más importante, como si ya estuvieran en él. El silencio por toda
respuesta a la pregunta de Jesús sobre la discusión tenida durante el camino, los
traiciona, saben que los honores y los títulos no es precisamente lo que más interesa
al maestro, el silencio reconoce el error. La respuesta de Jesús es clara, el primero
será el que se ha hecho servidor de los demás, imitándole a él que no ha venido a ser
servido sino a servir y a dar la vida por todos nosotros; recordemos cómo antes de la
pasión, habiendo lavado los pies a los discípulos, Jesús les había dicho: vosotros
hacéd lo mismo. Muchos de nuestros contemporáneos están cansados y agobiados, la
misión de los cristianos en este mundo de hoy es de llevarles el reposo y la paz en
nombre de Jesús, el yugo suave de la fe y del amor, la carga ligera de la compasión,
de la misericordia, de la solidaridad, llevando con ellos su cruz como Jesús nos ayuda
a llevar la nuestra, lavando los pies de tantos que ya no pueden más y no saben cómo
seguir caminando.
Vivir hoy la fe que nos permita ser esa imagen de Jesús que acabamos de describir
nos pide acercarnos cada día a él con la confianza de aquel muchacho que Jesús
tomó en brazos para ponerlo de ejemplo de cómo debemos acoger a los desvalidos de
nuestro mundo, ya que en ellos acogemos a Jesús y al mismo Padre que nos lo ha
enviado como palabra de vida. La imagen nos describe también cómo el Padre nos
acoge a nosotros cada vez que nos acercamos; nos toma en brazos, nos invita a
hablarle, nos escucha, hace suyas nuestras alegrías y nuestras penas, si se las
confiamos, nos habla amorosamente y nos dice que no tengamos miedo, que él está
con nosotros, que es verdad que el mundo está muy enredado pero que si ponemos
paz en nuestro entorno haciendo las cosas tal como Jesús nos enseña, ya hay un
poco más de paz en el mundo y él podrá hacerse un poco más presente; y sobre todo
nos recuerda que él no abandona nunca a los que creen y confían en él. Vivir hoy la fe
nos pide más que nunca vivir de cara a Dios y ofrecer a nuestro mundo la alternativa
de Jesús, yo estoy entre vosotros como el que sirve, desterrando de nuestro corazón
la avaricia, la envidia, el egoísmo; esta es la identidad que Jesús nos propone, ser
servidores de nuestro mundo desde nuestra vida cristiana enraizada en el encuentro
personal con él en la oración, en su palabra, en el pan partido que nos constituye
comunidad, en la comunión de bienes que nos acerca a los demás.
Todo lo que hacemos para quienes más lo necesitan, nos dice Jesús, es a él a quien
se lo hacemos, y él un día nos reconocerá delante del Padre del cielo, porque le
supimos reconocer y acoger en aquellos que nuestro propio egoísmo había
desnudado de su dignidad. Si los que intentan cambiar el mundo, sobre todo si lo
hacen en nombre de su fe en Jesucristo y como Iglesia, son criticados, o ignorados,
que es peor, es porque su testimonio desenmascara la pasividad de quienes podrían
hacerlo y no lo hacen. La situación actual nos urge a hacer realidad el Evangelio y la
vida que se sigue de él como una buena nueva de justicia, de esperanza, de
solidaridad, de llamamiento a la fe, todo fruto del amor de Dios que quiere darse a
través de cada uno de nosotros. No la desaprovechemos y el Dios de la paz se hará
presente en el corazón de muchos.