DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Luis Juanós, monje de Montserrat
30 de septiembre de 2012
Núm 11, 25-29 / Sant 5, 1-6 / Mc 9,38-43.45.47-48
Hermanas y hermanos: Una de las cualidades más grandes de Jesús es su paciencia.
Y entiendo por paciencia aquella capacidad que nos permite aguantar y perseverar en
situaciones difíciles, adversas, incomprensibles, o incluso injustas, pero que aún así,
las aguantamos para bien, porque esperamos que llegue un tiempo mejor. La
tentación más grande tiene lugar cuando ante estas situaciones lo querríamos echarlo
todo a rodar, y es que el enemigo más grande que tenemos es nuestra impaciencia,
nuestro afán de ver solucionadas las cosas de manera inmediata y según nuestras
conveniencias y criterios.
Cuántas veces nuestra paciencia es puesta a prueba desde las situaciones más
ordinarias, hasta las más extraordinarias: paciencia en el ascensor, en la parada de
autobús, en el turno de espera en comercios y servicios públicos, la paciencia que a
veces hay que tener también con la pareja, los hijos, los alumnos, la comunidad, los
servicios administrativos, los gobernantes, incluso cuando sentimos que la paciencia
se transforma en indignación, ante la gestión irresponsable de los bienes públicos, de
los recortes que pretenden paliar la crisis económica a costa de los más afectados, así
como aquella paciencia persistente a tener cuando no acabamos de ver realizados de
una vez los ideales que tenemos como Iglesia, o como país ...
Jesús hacía camino con sus discípulos. Llevaban casi tres años con él y todavía no se
habían enterado de como pensaba. Él intenta hacerles ver cuál es el sentido de su
misión. Les habla de las cosas que afectan al núcleo más genuino de la vida cristiana;
de un Reino donde el sistema de valores está basado en la fuerza del amor, en la
liberación de la condición humana de todo aquello que la esclaviza, en contraposición
con los valores de un mundo donde la ambición de poder, de riqueza, de dominio de
unos sobre otros, configura con frecuencia las relaciones humanas.
No habían entendido nada. Un día quieren saber quién será el más importante en el
Reino de Dios; otro, Santiago y Juan le reclaman venganza, pidiendo que baje fuego
del cielo y consuma unos que no les habían querido acoger; incluso, su madre, con
toda la buena fe, pide a Jesús que sus dos hijos se sienten uno a su derecha y el otro
a su izquierda, como si quisiera asegurarles el prestigio y el futuro con cargos
relevantes y buena paga... Y aún hoy hemos escuchado cómo Juan, no acepta que
otros que no son del grupo, hagan milagros en su nombre. Como si obrar el bien sólo
fuera patrimonio exclusivo de unos pocos privilegiados.
Jesús es paciente y sabe lo difícil que es cambiar las ideas y la conducta de sus
discípulos. Hace camino junto con ellos, pero sus horizontes son diferentes. Y es que
transformar el egoísmo, la envidia, el sectarismo y el afán de dominio y de poder, en
una actitud abierta, que trata de compartir y acoger, más que condenar, que es capaz
de reconocer la verdad y el bien en los demás, sean quienes sean, pide mirar las
cosas desde otra perspectiva y Jesús quiere mostrarnos que la manera que tiene Dios
de ver las cosas es muy diferente de la nuestra, porque si bien vivimos en un contexto
social bien diferente del de aquellos seguidores suyos, tampoco estamos tan lejos en
los criterios y modos de hacer. Tanto a ellos como a nosotros, Jesús nos quiere hacer
ver nuestras contradicciones a la luz del Evangelio, pero no siempre estamos
dispuestos a aceptarlo. Somos tercos. Pero Jesús, pacientemente, espera.
No es extraño, pues, que cuando se dirige a quienes han optado por ser sus
discípulos, lo haga con un lenguaje contundente y radical. Y es que cuando está en
juego el núcleo de su mensaje y la dignidad de las personas, especialmente la de los
más pequeños y vulnerables, se muestra implacable, sea con aquellos escribas y
fariseos que en nombre de Dios y de la Ley habían reducido la religión a una
observancia sin entrañas, sea con aquellos seguidores suyos que, como hoy hemos
oído en el Evangelio, no tienen la libertad profética para reconocer que el Espíritu y el
bien también actúan más allá de nosotros por medio de aquellos que, sin compartir
nuestra fe, crean espacios de humanidad y estima, y unas condiciones más dignas
para los que más lo necesitan. Y esto es tanto como afirmar: vale más amor sin
religión, que religión sin amor.
Jesús ha hecho del amor el núcleo del cristianismo y la fe cristiana no es ninguna
mutilación de nuestra humanidad, a pesar de las duras palabras que dirige a sus
discípulos: cortarse la mano, el pie, o arrancarse los ojos, no tiene nada que ver con la
propuesta loca de un fanático con seguidores mutilados, él, que precisamente pasó
por este mundo curando manos, pies y ojos. Jesús no quiere otra cosa que extirpar de
nuestra vida todo aquello que nos hace incapaces de obrar según el corazón de Dios y
nos aleja de todo lo humano o nos deshumaniza.
Y como aquellos discípulos también hoy nos invita a seguirlo. Su paciencia es espera
confiada, una manera de mostrarnos que no todo está perdido; que a pesar de
nuestras negligencias, seguimos siendo queridos y perdonados; que siempre hay un
tiempo para reorientar nuestra vida, ya que nada de lo que habremos hecho por él y
por los demás, no habrá sido inútil. Ni siquiera un vaso de agua dado a cambio de
nada, no quedará sin recompensa.