DOMINGO 2º T.O. (C)
Lecturas: Is 62,1-5; S 95,1-3.7-10; 1Cor 12,4-11; Jn
2,1-12
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
La Iglesia esposa de Cristo
Las lecturas de hoy nos ofrecen la oportunidad de
reflexionar sobre la Iglesia como esposa de Cristo. La
primera es parte de una profecía del final del exilio en
Babilonia. El pueblo de Judá, identificado en los textos
sagrados con los nombres de Sión, el antiguo de
Jerusalén, y del mismo Jerusalén, conquistada por David
y erigida capital del reino, fue castigado por sus pecados
de idolatría. Perdió su independencia política, que de
hecho no la recuperaría ya hasta tiempos muy recientes.
Jerusalén fue conquistada por el rey Nabucodonosor, el
templo fue destruido, sus habitantes fueron llevados al
destierro de Babilonia y allí estuvieron por unos 70 años.
No les fue mal, porque Dios los protegió. El año 538 a.C.
el rey Ciro permitió la vuelta a Palestina. La Biblia habla
de Ciro como del instrumento que Dios usa para mostrar
su benevolencia y protección con su pueblo. Dios se
designa a sí mismo como el esposo fiel a su esposa, pese
a sus gravísimas infidelidades y traiciones constantes.
Porque Israel ha traicionado a Dios repetidamente. Ha ido
tras dioses falsos, les ha erigido santuarios y ofrecido
sacrificios, incluso les ha ofrecido sacrificios humanos,
hasta hubo reyes que sacrificaron a sus propios hijos.
Pero también el pueblo de Israel y su capital
Jerusalén, son también un símbolo de la Iglesia. De ella
está perpetuamente enamorado el esposo y le hará
compartir todos sus bienes. Incluso aunque ella le
traicione, como en el caso de la esposa del profeta Oseas,
Dios el esposo, al que representa Oseas, no dejará de ser
fiel a su amor. También en la Virgen María ve la Iglesia
realizada, ahora en forma positiva, la figura de la esposa
fiel y predilecta del Señor. Por eso lo que la Biblia canta
de Israel, Jerusalén, María y la Iglesia se intercambian
con frecuencia.
Dios se regocija en su Iglesia, es decir en todos
nosotros que la formamos por el bautismo y el don del
Espíritu, siendo verdad esto: «Ya no te llamarán
“abandonada”…a ti te llamarán “mi favorita”, y a tu tierra
“desposada”, porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra
tendrá esposo. La alegría que encuentra el marido con su
esposa, la encontrará tu Dios contigo». Que éste sea el
talante más frecuente de nuestra relación con Dios, con
esta alegría vengamos a la misa de cada domingo,
abramos la Biblia para leerla, iniciemos la jornada para
servirle.
También en el Nuevo Testamento la unión de Cristo
con la Iglesia aparece bajo el símbolo matrimonial. Pero la
lectura de hoy de la carta primera a los Corintios utiliza la
comparación de la unión del cuerpo y del espíritu
humanos. Ambos símbolos se complementan y llaman
uno a otro. Porque Dios creó a la mujer del cuerpo del
hombre, infundiéndole de su espíritu y Cristo hizo la
Iglesia de la sangre de su costado y continúa dándole vida
con la eucaristía y el bautismo, simbolizadas en la sangre
y agua que brotan del costado de Cristo tras la lanzada.
De esta manera explica San Pablo la unidad de los
miembros entre sí y con Cristo y la presencia del Espíritu
en el todo de la Iglesia y en cada uno de nosotros, sus
miembros. Como Eva es creada del cuerpo de Adán, la
Iglesia, como esposa nace del cuerpo de Cristo. Forma
con Cristo un solo cuerpo. Cristo es la cabeza, el miembro
más importante, del que todo fiel vive por estar unido a
Él. El Espíritu de Cristo, siendo uno y el mismo en cada
uno de sus miembros, está en cada uno, aunque
desarrolle funciones diversas. Un miembro del cuerpo oye
y otro, por ejemplo ve, así en la Iglesia todos somos
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miembros con el mismo Espíritu, pero tenemos distintas
funciones. Unos sirven a la Iglesia enseñando, otros
gobernando, otros orando, otros hacen milagros, otros
atienden a los enfermos…otros son unos magníficos
padres y madres,… Estos son los diversos ministerios,
dones y carismas. Todos son dones de Dios para el
servicio de la Iglesia. El don más importante es el de la
caridad. El valor de nuestro servicio es el de nuestra
caridad.
El evangelio nos enseña que Jesús acepta y bendice
la institución natural del amor humano y del matrimonio.
Establece una continuidad entre el orden natural y el
sobrenatural. No sólo con la oración y los sacramentos;
también con el trabajo y la actividad en las instituciones
humanas naturales, el cristiano, obrando según el
Espíritu, se eleva a sí mismo en el orden divino y eleva
las mismas cosas para que sirvan a Dios. María está allí,
al comienzo de una nueva familia, como estará al
comienzo de la vida de la Iglesia en sus dos momentos
cumbres: el Calvario y Pentecostés. María, como Madre
de la Iglesia, atiende a sus necesidades fundamentales,
como fue entonces la del vino, y hace que sean
satisfechas en abundancia. María está donde los
discípulos de su Hijo están. No les falta el vino del
Espíritu.
La Iglesia no olvida nunca a María como intercesora
de nuestras oraciones. Ella misma representa a la
totalidad de la Iglesia, nacida de la fe, nacida de haber
acogido la “Palabra”, cuyo alimento fundamental es
meditar la palabra en su corazón.
No quiso la Madre que en Caná faltase el vino,
como no quiere que en su Iglesia falten el don de la
Eucaristía y el del Espíritu.
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“Hagan lo que Él les diga”, dijo y nos dice María. El
discípulo de Cristo aprecia la Eucaristía. Vive de ella. El
domingo es el día más importante de la semana, porque
ese día con toda la Iglesia universal se reúne con Cristo,
escucha atento la Palabra como María, llena su corazón
con el vino de la Eucaristía y, como la Eucaristía es “el
culmen y la fuente de la vida cristiana”, participa en ella
con el corazón más abierto, la felicidad más grande y un
amor a Dios y a sus hermanos los hombres que carece de
fronteras.
Por medio de nuestra Madre demos a Dios gracias y
dejemos a la Palabra que transforme nuestro corazón.
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