DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO (B)
Homilía del P. Damià Roure, monje de Montserrat
28 de octubre de 2012
Mc 10,46-52
En el evangelio que acabamos de escuchar, encontramos a Jesús en Jericó, cerca del
río Jordán, no lejos de Jerusalén. Es la llamada ciudad de las palmeras que se
extendía por una llanura fértil y bien regada. Jesús entra acompañado de los
discípulos y, cuando sale de Jericó, se encuentra en las afueras con un ciego que
empezó a gritar pidiéndole que tuviera compasión de él. En sus gritos lo invoca como
«Hijo de David», pidiéndole que se apiade de su ceguera.
Jesús lo hace llamar. La gente le anima: «Ánimo, levántate, que te llama». El ciego
suelta su manto, que es lo poco que tiene, y de un salto corre hacia Jesús. La escena
nos hace participar no sólo de la necesidad física del hombre –necesidad del ciego
como tal- sino del anhelo y la necesidad espiritual del corazón humano que se acerca
a Cristo y descubre que Jesús mismo viene a su encuentro, y le invita a hablar con él.
Para que pueda haber este intercambio, ha sido necesaria la intervención de los
discípulos de Jesús, de sus amigos y acompañantes. Estos le hacen de puente: se
dirigen al ciego y le animan: «levántate, que te llama». Al lado, pues, del hombre
necesitado, encontramos a quienes están más cerca de Jesús. Finalmente, llega el
diálogo con Cristo, brevemente esquematizado: «¿Qué quieres que haga por ti?»:
«Maestro, que pueda ver». La respuesta es una luz en la oscuridad: «Anda, tu fe te ha
curado». Y «al momento recobró la vista».
Esta pequeña escena del evangelio describe el itinerario de muchos de nosotros hacia
la fe en Cristo. Sentimos nuestras necesidades y la dificultad de ver claro sobre
muchas circunstancias de la vida y sobre el más allá de la muerte, y hemos
encontrado discípulos y seguidores de Jesús que nos han hablado de Él con
capacidad de hacer de puente entre él y nosotros. Han desvelado nuestra curiosidad,
nuestra capacidad de diálogo, han abierto el paso a nuestra posible fe. A través de los
sacramentos accedemos a un diálogo personal y comunitario con Jesús y es así como
nos encontramos en camino de escuchar sus palabras: « ¿Qué quieres que haga por
ti? -Maestro, que pueda ver». Señor, fortaleces nuestra fe, para que podamos sentir,
también, que nos dices: «Anta, tu fe te ha curado».
Es verdad que para algunos o para bastante gente es difícil pararse a pensar que
podemos descubrir a Jesús en la vida de cada día y establecer con él un encuentro y
un diálogo personal y sacramental. Por eso es tan valiosa la actitud atenta y
comunicativa de los que nos sentimos cristianos hacia las necesidades de los más
desvalidos, con un sentido -por otra parte- de comunicar y compartir nuestra fe
simplemente con nuestra vida. Oremos, pues, para que gracias a una apertura de
corazón podamos oír la voz de Jesús. Dirijámosle nuestra oración confiada y
expresamos nuestro agradecimiento a quienes nos han permitido encontrarnos con él.
Que el Señor nos bendiga en esta celebración.