DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del G. Carlos-Xavier Noriega, monje de Montserrat
4 de noviembre de 2012
Mc 12, 28-34
El fragmento del Evangelio que acabamos de escuchar forma parte de un conjunto de
controversias entre Jesús y algunos representantes del judaísmo oficial, que tiene
lugar en el atrio del templo de Jerusalén pocos días antes de su pasión. Hasta ese
momento varios grupos le habían cuestionado sobre su autoridad, sobre el tributo al
César y sobre la resurrección de los muertos. En la presente escena un maestro de la
ley hace una pregunta atrevida a Jesús: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?
Tal como nos la relata el evangelista Marcos, no debemos ver en esta pregunta una
intención capciosa. De la forma en que se desarrolla la conversación no podemos
dudar de que el maestro actuara con recta intención; ni tampoco era una cuestión
trivial. En su afán de no despreciar el más mínimo precepto de la Ley, los judíos
contemporáneos de Jesús habían confeccionado una lista de 613 prescripciones, a las
que había que añadir un largo listado con infinidad de otras normas para asegurarse
su riguroso cumplimiento.
La respuesta de Jesús, en un principio, no deja de ser académica: Escucha, Israel, el
Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser . Palabras que todo buen judío
conoce de corazón, pues las recita un par de veces al día en su oración ritual. Pero la
sorpresa aparece cuando Jesús, sin ser preguntado, añade que junto a éste existe
otro precepto igualmente importante: el del amor al prójimo. La novedad de la
respuesta no es porque se desconociera el precepto del amor al prójimo, que ya se
encuentra en el Antiguo Testamento, sino porque lo sitúa al mismo nivel del primer
mandamiento y no como algo secundario, como hasta entonces sucedía. Para los
judíos, el primer mandamiento superaba infinitamente al segundo y se practicaba por
separado de él. La originalidad de Jesús consiste en ser el primero que unió en teoría
y práctica ambos preceptos hasta el punto de hacer de ellos un único mandamiento.
En efecto, amor a Dios y amor a la persona humana constituyen de esta manera las
dos caras de una misma moneda. Ambos son inseparables, hasta el punto que
podemos decir que son dos vertientes de un mismo y único amor. No podemos amar a
Dios y menospreciar al prójimo y, viceversa, para estimar verdaderamente al prójimo
sólo lo podemos hacer desde Dios, pues este amor es el resultado del primero.
Pero este mandamiento no puede quedarse en el nivel teórico. Es fácil querer llevarlo
a cabo y que al final no se concrete en nada. De hecho, mucha gente de hoy en día
puede pensar que sólo es una idea simplista, cuando no farisaica o de imposible
cumplimiento. En su primera encíclica el Papa Benedicto XVI nos recuerda que la
palabra amor es tan usada que, a veces, ha perdido su sentido. Así pues, el precepto
del amor al prójimo, ¿puede significar algo en un mundo individualista, competitivo y
donde sólo aquellos que han llegado al culmen del éxito pueden considerarse
prestigiosos?
El hermano Roger de Taizé habla, en uno de sus libros, de la violencia de los
pacíficos. Nos dice que toda persona, cristiana o no, lleva en sí la violencia, y que lo
que nos diferencia es el uso que hacemos de ella. He aquí por qué parece necesario,
si deseamos que la palabra amor no tome un sentido desvirtuado, que tengamos que
hablar de la violencia del amor como opción necesaria para aquellos que quieran
llamarse cristianos. Violencia entendida como fuerza que rompe inercias personales,
que nos mueve a dar un paso adelante hacia el necesitado, a levantar la voz,
pacíficamente pero con firmeza, cuando la situación lo requiere.
Esta violencia nos pide una profunda purificación interior, una ascesis permanente
para poder ir a menudo contra corriente, un espíritu de sacrificio para superar las
dificultades que el mundo nos impone, una renuncia de la propia comodidad para salir
al encuentro del otro; exige el testimonio de los hechos, más que de las declaraciones,
la valentía del compromiso ante la comodidad de la autosatisfacción. Si los que nos
llamamos cristianos nos ausentemos de esta lucha, ¿podemos decir que se cumple el
mandamiento del amor a Dios y al prójimo?
Los primeros cristianos se llamaban sencillamente hermanos. Tenían un solo corazón
y una sola alma, tal como leemos en los hechos de los Apóstoles. Incluso los paganos
decían "Mirad, cómo se aman". No sé si aquellos que hoy en día no se sienten
cristianos podrían decir lo mismo de nosotros. Y en cambio, el milagro que necesita
nuestro mundo en crisis es el milagro del amor y de la fraternidad que los cristianos
podemos aportar.
Y si cada uno de nosotros intentamos hacer eso, estaremos cerca del Reino.