SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
1 de noviembre de 2012
Mt 5, 1-12
Hoy, queridos hermanos y hermanas, la Iglesia celebra en una sola fiesta a todos
aquellos hombres y mujeres, de toda nación, raza, pueblo y lengua (cf. Ap 7, 9), que
ya disfrutan del reino de Jesucristo y, por tanto, de la visión de Dios. Todos han
compartido, al menos al término de sus vidas, la condición fundamental para llegar a
disfrutar de este reino. Lo hemos oído en el evangelio de las bienaventuranzas,
cuando Jesús dice: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Tener
el corazón limpio es lo que hermana a todos los bienaventurados que hoy veneramos.
Con esta expresión de la limpieza de corazón, el Señor designa la pureza interior;
aquella actitud que hace que el centro de la persona sea desinteresado, disponible
para vivir con fidelidad a Dios. Aquella actitud, por tanto, que mueve a vivir con rectitud
en el pensar y en el obrar. Al decir dichosos los limpios de corazón , Jesús, no pone
tanto el acento en la perfección moral como en la simplicidad de corazón que lleva a
vivir centrado en Dios y a hacer su voluntad.
La pureza de corazón sólo es posible, sin embargo, acogiendo la gracia de Jesucristo.
Por ello, la solemnidad de hoy es, en primer lugar, alabanza a Cristo que con su
Misterio pascual nos ofrece a la humanidad entera la posibilidad de ver a Dios y de
encontrar la plenitud y la felicidad en él. Y, en segundo lugar, la solemnidad de hoy
manifiesta nuestra alabanza a los santos por su respuesta al don de Jesucristo. Y,
además, en tercer lugar, la celebración de hoy nos invitados a pedir la oración de
todos los santos para que nos ayuden a seguir el camino que lleva a la pureza de
corazón y a la plenitud de nuestra realidad personal.
Nos alienta saber que los santos no necesariamente vivieron durante toda la vida la
pureza de corazón. En algunos fue una opción tardía porque descubrieron su valor
cuando su edad era avanzada, lo que cuenta es el proceso final de conversión y de
amor abnegado. También nos ayuda a tener una visión amplia del plan salvador de
Dios pensar que, entre los que contemplan a Dios y que hoy veneramos bajo la
expresión de "todos los santos", también los hay que no descubrieron la fe en esta
vida, pero vivieron con rectitud y con sinceridad de corazón, haciendo el bien según la
propia conciencia. Fue un vez traspasado el umbral de este mundo que encontraron el
rostro de Jesucristo como término de lo que ellos, sin saberlo, habían buscado con su
vida buena. Los cristianos sabemos que la luz del Espíritu Santo y la semilla del
Evangelio de Cristo también actúan más allá de los que hemos recibido el don de la fe
(cf. Nostra aetate, 2). Y esto nos anima a dar a conocer, a los hombres y mujeres de
buena voluntad que no comparten nuestra fe, el amor de Dios Padre y la entrega
personal de Jesucristo, el Señor, porque los conozcan ya en esta vida como fuerza
para su vivir y su actuar.
Estos hombres y mujeres que son felices por haber sido de los limpios de corazón y
que ahora ven a Dios, eran también los que tenían hambre y sed de justicia y ahora
son saciados con la contemplación de Dios que satisface sus deseos más profundos.
Son, como dice el libro del Apocalipsis, una muchedumbre inmensa, que nadie podría
contar . Con una gran diversidad de temperamentos y sensibilidades, vividos en
circunstancias históricas y sociales muy diferentes las de unos y otros. Con
vocaciones variadas dentro de la Iglesia y en el seno de la sociedad. Pero movidos
todos por la pureza de corazón, por la rectitud en el obrar, por la adhesión o la
proximidad a la palabra de Jesucristo, que les posibilitaron superar los peligros de la
vida y vencer el mal con el bien. Y, ahora, están hermanados en la alabanza al Dios
Uno y Trino y en el servicio de la intercesión en favor de la humanidad.
Son, como decía, un estímulo para nosotros. Vemos cómo en la Iglesia de hoy
también hay diversidad de temperamentos y sensibilidades, y también que hay
diversidad de lecturas respecto de las urgencias de nuestro tiempo y de la manera de
atenderlas. Pero esta diversidad la debemos vivir desde la comunión fraterna, desde la
convicción de que la unidad en la fe y en el amor es compatible con un pluralismo de
formas y de expresiones, según aquel principio tan lleno de sabiduría eclesial
formulado por San Agustín: en las cosas necesarias debe haber unidad, en las
opinables, libertad, y en todo y siempre tiene que haber el amor abnegado.
En este sentido, la solemnidad de hoy nos ofrece una orientación para vivir nuestra fe
cristiana en el tiempo presente y una perspectiva de horizonte para la eternidad.
Porque nos habla de cómo Jesucristo nos muestra el camino de la pureza de corazón
para indicarnos cuál es el sentido de la vida; de cómo Jesucristo nos salva de la
indignidad moral a causa del pecado que poco o mucho nos contamina y nos dice que
la muerte corporal no es el final de la persona. Porque veneramos una multitud de
hombres y mujeres que ya han muerto pero que sabemos por la palabra de Jesucristo
que viven en Dios para siempre.
Estos días conmemoramos el cincuenta aniversario del inicio del Concilio Vaticano II.
En la base de la renovación de la Iglesia, situó la santidad de vida de los bautizados.
"En la Iglesia -dice- todos están llamado a la santidad" porque "todos los fieles, de
cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad, y esta santidad -dice todavía- suscita un nivel de vida más
humano incluso en la sociedad terrena" (Lumen Gentium, 39). La llamada universal a
la santidad, pues, no supone una evasión ante los demás ni sustraernos a los
problemas de la sociedad y del país. Al contrario. Debemos ser servidores, tal como
nos recuerdan los obispos de Cataluña ante las próximas elecciones, en un momento
particularmente importante para nuestro país y en el contexto de la crisis económica y
de valores que invade la sociedad. El camino hacia la santidad, pasa tanto por la
vivencia de las fe y de la oración, como también pasa por la solidaridad y "por respeto
a la dignidad inalienable de las personas y de los pueblos" (cf. Nota del 05 de octubre
2012 ).
Que la gracia transformadora de la Eucaristía nos haga crecer en la santidad y nos
impulse a ser testigos del Evangelio de la paz, de la justicia, del amor fraterno y de la
felicidad sin fin.