CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
2 de noviembre de 2012
Sab 3, 1.6-9; Sal 114; Rom 5, 17-21; Mc 15, 33-39, 16, 1-6
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy dedicamos nuestro recuerdo y nuestra oración a las personas queridas que ya
han muerto. Además, movidos por el amor fraterno, ensanchamos nuestro recuerdo a
todos los difuntos, a quienes han muerto perseverantes en la fe y a todos aquellos
cuya fe sólo Dios ha conocido (cf. Plegaria Eucarística IV).
En el evangelio hemos escuchado el relato de la muerte de Jesús. Con esta muerte,
que es de las más crueles, se ha hecho solidario con todos los seres humanos en el
momento de su sufrimiento y de su muerte. Lo ha hecho porque a través de su muerte
en cruz ha dado la vida en el Espíritu a los creyentes y ha abierto la puerta de la
felicidad eterna a quienes ha redimido, después de que hayan cerrado los ojos a este
mundo. Esta realidad de la vida más allá de la muerte ya era intuida, en los tiempos
del Antiguo Testamento, por el autor del libro de la Sabiduría que hemos escuchado
en la primera lectura. Las almas de los difuntos, decía, están en manos de Dios . Por
eso nosotros, que gracias a Jesucristo conocemos el alcance pleno de estas palabras,
hoy oramos porque, después de haber sido corregidos con moderación , sea otorgada
a los difuntos aquella felicidad inmensa de la que habla el libro de la Sabiduría. Lo
hacemos sin apelar a ningún mérito nuestro, sino al amor que Dios tiene por cada
persona que ha creado y al sacrificio de Jesucristo en la cruz.
Sabemos que mientras estamos en esta vida, no siempre conseguimos hacer el bien y
no caer en el pecado. Pero sabemos también -como dice san Pablo en la carta a los
Romanos que hemos leído- que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia . No
conocemos el misterio personal de la última etapa de la vida de quienes han muerto,
pero confiamos en el amor de Cristo que se ha manifestado máximamente en la cruz y
que sale al encuentro de cada persona en el momento de cruzar el umbral de esta
vida. En él nos es ofrecida la posibilidad de purificación -de corrección moderada, que
dice el libro de la Sabiduría- de las consecuencias del pecado para poder entrar en la
plenitud de la vida y de la alegría en Dios.
El evangelio terminaba con la presentación del sepulcro abierto y del joven que
anunciaba el mensaje definitivo de la resurrección del Señor. Sabemos que en la
confrontación entre la vida y la muerte, hay siempre un único vencedor: Jesucristo. A
la luz de su pascua, toman también un sentido nuevo las palabras del salmo que
hemos cantado, porque reflejan la experiencia de Jesús y, al mismo tiempo, la nuestra
ante la perspectiva de la propia muerte: yo era débil y me envolvían redes de muerte ,
decía: " qué desgraciado soy ", pero mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles .
Ya que no podemos rehuir la muerte temporal, nuestra esperanza es que el Padre, tal
como hizo con Jesús, libre de la muerte eterna nuestra vida y la de los difuntos que
confiamos a su misericordia para que eternamente podamos seguir caminando en
presencia del Señor en el país de los vivos.
En este año de la fe, en el que somos invitados a renovar la vivencia de nuestra fe,
hoy, que contemplamos el misterio de la muerte, tenemos una buena ocasión de
reafirmar nuestra fe en la resurrección de Jesucristo y en la vida más allá de la muerte
corporal de todas las personas. Efectivamente, Jesús nos dice que esta es la voluntad
de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna y nos promete:
yo lo resucitaré en el último día ; y al que venga a mí no lo echaré fuera (cf. Jn 6,
37.40). Cuando cada domingo repetimos en el Credo: "creo en la resurrección de la
carne y la vida eterna" o bien: "espero la resurrección de los muertos y la vida del
mundo futuro", debemos dejar que este artículo de fe del cristianismo nos dé la
serenidad y la esperanza ante los momentos amargos de la existencia y ante la
muerte. En otro caso, no tendría sentido que sólo hubiéramos puesto nuestra
esperanza en Jesucristo para esta vida (cf. 1Cor 15, 19).
La invitación de Jesús a creer en él y la esperanza en que Dios enjugará toda lágrima
de nuestros ojos (Ap 21, 4) y nos salvará de la muerte para siempre, nos lleva a
orientar la vida hacia Jesucristo una y otra vez. Y orientar la vida hacia él supone
orientarla hacia el bien, aunque nos cueste, y rechazar el mal, aunque nos guste o nos
pueda comportar ventajas.
Ofrecemos ahora la Eucaristía en sufragio de los difuntos y agradecemos la salvación
eterna que Dios nos ofrece por Jesucristo. Nuestro agradecimiento eucarístico se
transforma, por obra del Espíritu Santo, en don de gracia para que podamos hacer el
bien y luchar contra el mal que toma tantas formas y aparece de tantas maneras. La
Eucaristía, además, nos es prenda de inmortalidad después de cruzar el umbral de
esta vida. Esta esperanza nos aporta serenidad ante el misterio de la muerte. Desde
que Jesús la vivió en la cruz, la muerte puede ser "un mayor nacimiento" (cf. Joan
Maragall, Cant espiritual ).