DOMINGO II DE CUARESMA (A)
Homilía del P. Bernabé Dalmau, monje de Montserrat
20 de marzo de 2011
Gén 12,1-4a / 2 Tim 1,8 b-10 / Mt 17,1-9
Queridos hermanos y hermanas:
Cada año el domingo segundo de Cuaresma se caracteriza por la proclamación del
Evangelio de la Transfiguración de Jesús. Un episodio conocido, el de la
Transfiguración, que nos lleva hacia el horizonte de Pascua hacia el que tiende la
Cuaresma. Precisamente por esta dimensión de gloria brillante, nos puede sorprender
encontrarlo en medio de estos cuarenta días de austeridad penitencial. Tengamos en
cuenta, que cada domingo los cristianos celebramos la resurrección del Señor.
También todos los evangelios, traten de lo que traten, son evangelios de resurrección,
y esto, en una doble dirección. Por un lado, los evangelistas escribieron a la luz de la
experiencia de la resurrección del Señor y no podían sino proyectar en la vida terrena
de Jesús lo que era el coronamiento y daba sentido a la fe de los discípulos. Por otro
lado, la existencia terrena de Jesús de Nazaret mostraba una experiencia única de
Dios; los que tenían purificada la visión interior (cf. Oración) veían que este Dios
intervenía decisivamente, definitivamente.
Es aquí donde debemos situar la pedagogía de Jesús. Con gran paciencia daba a
entender que Dios llevaría a cabo, por un camino insospechado, las legítimas
esperanzas mesiánicas del pueblo: una muerte en cruz. El momento de la
Transfiguración ocupa un lugar clave en esta pedagogía. Pedro acababa de reconocer
en Jesús al Mesías esperado. Pero Jesús empezaba a describir que había que pasar
por la Pasión. Y en medio de esta lección incomprensible para los discípulos, Jesús se
lleva a tres a la montaña. Son los tres que, en Getsemaní, serán testigos de la lucha,
de la agonía, en que Jesús mostrará el máximo despojo de su condición divina y al
mismo tiempo su máxima humanidad. No hay nadie que no sienta angustia ante el
sufrimiento y la muerte inminentes, pero tampoco nadie como Jesús no ha asumido en
su carne la petición que él mismo nos enseñó a dirigir al Padre: "Hágase tu voluntad".
En la historia del pueblo de Dios, la Sagrada Escritura designa "santas" dos montañas:
el Horeb o Sinaí, montaña del pasado, de la antigua alianza, de la que el pueblo había
partido hacia la conquista de la tierra prometida, y Sión, Jerusalén, montaña del futuro
y de la esperanza de los últimos tiempos. Ahora Jesús invita también a subir a una
montaña innominada, que la piedad popular ha identificado con el Tabor: al "monte
como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la
creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza;
el monte que me da la altura interior y me hace intuir al Creador" (J. Ratzinger -
Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, I, p. 360). En la montaña de la Transfiguración
Jesús ora, y se transforma. Y los tres discípulos lo ven conversando con Moisés, que
representa la Ley, y con Elías, que simboliza a los Profetas. Después de la muerte y la
resurrección de Jesús, los discípulos de Emaús deberán escuchar el reproche: "¿No
era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? Entonces -
continúa el evangelista- empezando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les
explicó todos los pasajes de las Escrituras que se refieren a él".
Ahora, también, en la montaña la conversación de Jesús con Moisés y Elías es sobre
"la partida, el éxodo, que se había de cumplir en Jerusalén". El espanto de Pedro,
Juan y Santiago fue similar al de otros momentos -como en la pesca milagrosa- en que
ante Jesús sentían la experiencia de la cercanía de Dios. Experiencia de espanto, que
los hace sentir pecadores, que los hace postrarse de cara al suelo. Esta vez la voz
venida de la nube que los cubrió a todos les hizo oír palabras como las del bautismo
en el Jordán: " Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto". Pero completadas con el
imperativo "Escuchadlo". Era la realización de la profecía de Moisés, el guía del pueblo
de Israel: "El Señor, tu Dios, hará que en medio de ti, entre tus hermanos, se levante
un profeta como yo. Escuchadle”.
Escuchar Jesús va más allá de acoger sus enseñanzas, su doctrina. Obliga a seguir
su camino de muerte en cruz para llegar a la gloria. Es un camino insoslayable, por lo
que san Pablo no se cansaba de hablar contra los enemigos de la cruz de Cristo y
contra los que querían borrarla. Pero lo hacía porque sabía que nuestro salvador
“destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal." (cf. Lectura 2 ª).
Esta fe forma parte esencial del mensaje cristiano. No para hacer una religión de
resignados o de esclavos sino para darnos la libertad de los hijos de Dios que
encuentran en Jesucristo al hombre libre, al hombre dócil al designio del Padre, al
hombre hermano de la humanidad, al hombre para los demás.
Para los demás. "Por vosotros y por todos" ofrece Jesús la vida al Padre al pasar a los
discípulos el cáliz con el que deberán anunciar su muerte y su resurrección hasta que
él vuelva al final de los tiempos. Nosotros en la eucaristía hacemos una cierta
experiencia de transfiguración, porque el Señor se nos hace presente en la totalidad
de su misterio y nos envía a irradiar el amor que ha sido la razón por la que se ha
hecho hombre y ha convivido con nosotros.
Nos conviene afianzar y afirmar estos puntos centrales de nuestra fe cristiana, aquí y
hoy. Precisamente en unos momentos en que nuestro mundo globalizado sufre por
catástrofes naturales, por la malicia de los hombres, o por la simple debilidad de la
condición humana. Por eso tenemos que llevar a la Eucaristía el sufrimiento de
nuestros enfermos ..., de nuestros hermanos que sufren las consecuencias de la crisis
económica ..., de nuestras Iglesias que sienten la dificultad de transmitir la fe y de
encontrar jóvenes que vibren por ideales nobles, de jóvenes que llenen los seminarios
y los noviciados ..., el sufrimiento de los habitantes más alejados, que en el Magreb ya
tan castigado viven bajo la opresión de las armas ..., o del Extremo Oriente , víctimas
del terremoto y del consiguiente tsunami.
Tal como Jesús subía a menudo al monte a orar, que también nosotros aquí arriba en
Montserrat podamos sentir ahora, por la Eucaristía, la cercanía de Dios y la de los
hombres y mujeres de nuestro mundo.