DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
Homilía del P. Bonifaci Tordera, monje de Montserrat
20 de febrero de 2011
Hermanos y hermanas:
Llevamos cuatro domingos escuchando fragmentos del sermón de la montaña que va
desgranando las exigencias que comporta para los cristianos ser luz y sal de la
tierra. Desde las bienaventuranzas, pasando por las prescripciones concretas de no
sólo no matar, sino ni siquiera insultar; de no divorciarse, más aún, tampoco desear
posesivamente una mujer; ni usar el nombre de Dios (en vano), sino de decir siempre
la verdad; no devolver el mal recibido, sino hacer el bien generosamente en lugar del
mal. Ahora bien, si sólo nos quedáramos en estas exigencias no dejaríamos de
guiarnos igualmente por una Ley, si bien más perfecta. Pero el hecho es que Jesús
exige mucho más: es lo que nos revela hoy el texto del Evangelio y que podríamos
llamar el corazón de todo el sermón e, incluso, el fundamento de la moral cristiana. Es
el calor que anima la actuación de Jesús y debe ser el foco de nuestra actuación como
discípulos suyos. Amar a los enemigos y orar por ellos como Jesús hizo dejándose
besar por el traidor y haciéndole reflexionar, y perdonando en la cruz a sus enemigos
que lo crucificaron.
"Él no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas", nos
dice la carta de San Pedro. La encarnación del Hijo de Dios tuvo esta finalidad:
"amarnos hasta el extremo para rescatarnos del pecado". La Escritura nos dice hoy el
porqué: "Seréis santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo". La santidad es la
manera de ser de Dios, del todo diferente a la del hombre. El Nuevo Testamento nos
aclarará que Dios es amor y que para ser hijos del Padre es necesario que seamos
igualmente buenos como Él, que hace salir el sol y hace llover indistintamente sobre
buenos y malos, sobre justos e injustos.
Esto quiere decir: quien ama no mira las diferencias, el que ama, ama, lo hace para
amar, hace el bien porque no quiere ni puede hacer el mal. El amor no conlleva
condiciones. El amor es comprensión del prójimo; es generosidad y va más allá que la
justicia; es compasión y se identifica con el otro; es perdón y reconstruye la comunión
sin dejar rastro. El amor no hace nunca mal, siempre quiere el bien del otro, y eso es
ser santo, ser perfecto a imitación de Dios.
Pero... ¿no nos pone Jesús el nivel demasiado alto? ¿Será que no tiene en cuenta
que somos criaturas hechas de barro? Ya que nosotros tenemos impulsos ciegos que
no nos permiten libertad plena en las decisiones. No somos espíritus puros. Sí, todo
eso es cierto. San Pablo nos ha dicho: "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en vosotros?". Aquí tenemos la respuesta a nuestras
preguntas. Dios nos ha infundido el Espíritu de su Hijo que nos hace actuar según una
sabiduría que no es de este mundo. Si actuamos de acuerdo con ella, iremos sin duda
más allá de lo que insinúan los sentimientos de la naturaleza humana. Todo depende
del caso que hagamos de los dones de Dios. Si vivimos por el Espíritu haremos las
obras del Espíritu y no obraremos según la carne. Este es el reto que nos deja hoy la
Palabra de Dios. Dejémonos inspirar por ella y constataremos las maravillas que Dios
obrará en nosotros, ya que para eso hemos sido creados a imagen de Dios. Hay que
responder sí, como la Virgen María en la Anunciación, y entonces seremos portadores
auténticos de vida eterna. Dios obrará en nosotros. Seremos verdaderos testigos de
Dios.