DOMINGO IV DE ADVIENTO (B)
Homilía del P. Bonifaci Tordera, monje de Montserrat
18 de diciembre de 2011
Sam 7,1-5.8 b-11.16; Rom 16,25-27; Lc 1,26-38
Hoy, hermanos, en un pueblo de Israel, en Nazaret, una aldea sin relieve en la historia
sagrada de aquel pueblo, se unen el mundo antiguo y el nuevo, el Antiguo Testamento
y el Nuevo, acaban las sombras y empieza a brillar la verdad de las profecías, se
acaba la espera y comienza la presencia. Más aún, la Humanidad se convierte en
templo de la Divinidad, la Inmensidad se hace pequeñez en el vientre de una jovencita,
imaginada y deseada desde toda la eternidad para ser el arca de la presencia de Dios,
donde Dios mismo toma forma humana en la persona de su Hijo.
Sí, hoy Dios entra en el mundo a través de la humildad de una doncella, y baja
haciéndose hombre. La Historia de la Salvación comienza por la pequeñez, por el
abajamiento, por la humildad. Hoy termina el Adviento y se inicia ya, escondido en el
seno de María, el misterio de Navidad, Dios con nosotros. Dios no se buscó una
estancia real para nacer, sino una casita humilde en Nazaret; Dios no se fijó en títulos
nobiliarios, sino en una joven humilde de pueblo. Y todo esto ocurre mediante un
diálogo entre el cielo y la tierra, entre un mediador celestial, Gabriel, el ángel
encargado de anunciar los grandes misterios, y María, la doncella escogida de entre
todas las mujeres. De repente, el ángel penetra en la estancia y la saluda con palabras
sublimes, y la joven, al oírlas, se turbó: "y se preguntaba qué saludo era aquél.
" ¿Quién soy yo para sentirme tan querida por Dios? Y, a semejanza de los anuncios
celestiales en el Antiguo Testamento, el ángel la cerciora y la conforta: "Ciertamente,
tú no eres nada humanamente, pero Dios ha puesto en ti su mirada, te ha escogido y
hará en ti todo lo que tenía predestinado realizar desde la eternidad. Tú serás la tierra
que acogerá el grano que ha de germinar. Y el hijo que nacerá de ti cumplirá las
profecías hechas a David, será su hijo prometido y se llamará Hijo del Altísimo.
Heredará su trono y reinará para siempre”.
María, sin embargo, sabe que, estando ya casada con José, todavía no han vivido
juntos -porque según las costumbres de la época, entre el pacto esponsal y la
convivencia matrimonial, podían pasar días-, por lo que afirma literalmente "no
conozco a varón", es decir, soy virgen. Piensa, pues, que lo que le anuncia el ángel
debe ser inmediato. Y Gabriel se lo explica: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la
fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se
llamará Hijo de Dios". Y después lo confirma con una prueba: " Ahí tienes a tu pariente
Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que
llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible". Y, entonces, la Humanidad
representada por María se declara "esclava del Señor", servidora humilde del mensaje
dirigido por el ángel, y obedece: "Hágase en mí según tu palabra". Nunca la
Humanidad había pronunciado, ni podrá pronunciarse nunca, palabras similares tan
sublimes y tan humildes. Tenemos aquí reflejado y revelado el misterio de la
condescendencia de Dios, y el misterio del poder de la obediencia del hombre, unidos:
"la fidelidad y el amor se encuentran", y Dios habita ya encarnado en nuestra tierra, en
medio de nosotros: ¡Dios se ha hecho hombre!
He aquí el misterio de la obediencia de la fe, del que nos hablaba San Pablo, hecho
realidad. María se hace colaboradora del plan salvífico de Dios. No lo entiende todo,
no, pero cree. Se lanza a las manos de Dios. Y eso es lo que veremos reflejado a lo
largo de todo el Evangelio. Así ocurrirá al oír las palabras de los pastores, y en la
pérdida y encuentro del Niño Jesús en el templo y su respuesta. En las palabras de
independencia de Jesús en Caná respecto a su madre. En las palabras de ser
 
"madres y hermanos" dirigidas a los que guardan sus palabras. Y, sobre todo, en la
muerte de su Hijo en la cruz. En todas estas escenas María era la esclava del Señor, y
obedecía sin comprender. Pero al final fue premiada con la experiencia de la
Resurrección de Jesús y, finalmente, con la glorificación junto a su Hijo en el cielo.
Si queremos recibir y vivir a fondo el misterio de la Navidad que estamos a punto de
conmemorar, debemos tener esa actitud humilde y obediente de María, porque Dios
enaltece a los humildes y mira de lejos a los orgullosos. Felices, pues, aquellos
quienes confían en Él.