DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
Homilía del P. Carlos Gri, monje de Montserrat
13 de noviembre de 2011
Prov 31,10-13.19-20.30-31 / 1 Tes 5,1-6 / Mt 25,14-30
Hermanos, hermanas: estamos terminando el año litúrgico. Los textos propuestos para
nuestra meditación toman un aire de gravedad, nos orientan hacia el horizonte de lo
definitivo. Nos recuerdan que estamos en ruta hacia la eternidad. No sabemos ni el día
ni la hora, en los que el Señor nos llamará para examinarnos sobre el amor. Él quiere
salvarnos, pero, lo hace por el camino de la alianza y de la libertad. Como decía
Péguy, no quiere ser servido por esclavos, sino amado por hombres libres .
Esto implica que tenemos que vivir vigilantes, despiertos y dispuestos en el camino del
amor. Éste, tal como nos enseña el Maestro, no consiste sólo en palabras, sino
también, y sobre todo, en hechos reales, concretos y comprometidos.
En la primera lectura, hemos visto el ejemplo de la mujer laboriosa, entregada al
marido, los hijos, a la familia. En la segunda lectura, hemos escuchado por boca de
San Pablo que nosotros somos hijos de la luz y del día. No lo sois de la noche ni de
las tinieblas . Por eso no debemos dormir, como los demás, sino velar y vivir
sobriamente. En el evangelio, nos ha sido expuesto el ejemplo conocido de los dos
administradores, responsables y trabajadores, que hacen rendir eficazmente la suma
del distinto capital que cada uno ha recibido. Los cuales están en contraposición al
administrador prisionero del miedo, de la pereza y de la pusilanimidad, que ha dejado
estéril e infecundo el capital que inmerecidamente se le había confiado.
La lección que se nos impone es que no importa la cantidad del don que hemos
recibido. Lo decisivo es el amor con que acogemos este don. Es decir: cómo lo
hacemos rendir, cómo nos comprometemos, cómo lo trabajamos, cómo lo ponemos al
servicio de Dios y de su Reino. Es falsa humildad no reconocer los dones que Dios
nos ha dado y es responsabilidad nuestra no hacerlos fructificar.
Por otra parte, hay que advertir que no debemos tener pavor de entregarnos con
generosidad a esta pelea. Dios dará fuerza a nuestro brazo, empuje a nuestro coraje,
victoria a nuestra empresa. Él ha hecho manar agua de las rocas, ha enderezado a los
vencidos, ha hecho nacer vida nueva de los restos mortales del mismo Jesús de
Nazaret.
Hermanas, hermanos: la Eucaristía es el gran don de Dios a la Iglesia y al mundo. Se
nos da él mismo, tanto en su palabra, como en el sacramento de su cuerpo y de su
sangre. Dejémonos, pues, transformar por su Espíritu en hijos de la luz y del día.
Seamos el amanecer de una nueva humanidad que en el amor vela y fructifica en
obras de justicia, de paz y de misericordia. No dudemos: en nuestro mundo hay
muchos hombres y muchas mujeres que anhelan y desean ponerse bajo estos
estandartes. ¡Qué así sea!