DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
Homilía del P. Carles Gri, monje de Montserrat
16 de enero de 2011
Is 49,3. 5-6 / 1 Cor 1, 1-3 / Jn 1, 29-34
Queridos hermanos, queridas hermanas: el bautismo de Jesús inaugura la
manifestación mesiánica del Hijo de Dios. Juan, con su bautismo de agua, es el
profeta elegido por el Padre para revelar el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo . El Cristo, pues, es el auténtico y definitivo servidor sufriente, que regenera y
da la vida eterna, anunciado por el profeta Isaías en la primera lectura.
Jesús, por tanto, inaugura la economía del Espíritu, que, configurándonos a imagen y
semejanza de Cristo, transforma y renueva nuestro hombre interior, haciéndonos
clamar, desde la entraña más profunda de nuestro ser, la palabra más íntima y más
sagrada que llenaba los labios y el corazón del Maestro: Abbá, Padre .
Después de haber recibido la gracia del bautismo del Espíritu, somos una nueva
criatura. Las barreras heladas de la desunión y el enfrentamiento han sido fundidas
por el ardor del fuego espiritual que suelda nuestras vidas en un solo corazón y en una
sola alma . Somos, pues, una comunión, una Iglesia. Encabezados por el Cristo,
hemos sido introducidos en el mundo de la gracia y de la gloria. Ya desde ahora, en la
incertidumbre del tiempo y en el gemido de la esperanza, en el ardor de la cruz y en el
claroscuro de la fe, empezamos a vivir el amor suave y vivificante de la caridad, que
siembra y hace crecer en medio de nosotros las semillas de lo que es definitivo y
eterno.
En la segunda lectura, hemos escuchado el comienzo de la primera carta del apóstol
san Pablo a los Corintios. Vale la pena meditar sus palabras. Fijémonos como el
apóstol llama esta iglesia y a sus componentes: iglesia de Dios , (...) consagrados por
Jesucristo (...), pueblo santo que él llamó . Fácilmente, se adivina cómo la mirada de
Pablo contempla con complacencia a estos hermanos suyos de Corinto. Descubre el
don de Dios, que hace maravillas, se admira y da gracias.
Sin embargo, Pablo hablará a continuación de divisiones y escándalos; de un caso
vergonzoso de incesto; de las peleas y de las injusticias, que llevan a los miembros de
la comunidad a recurrir a los tribunales paganos; hablará también de la misma
fornicación, que carcome la vida cristiana de algunos de los bautizados; hablará
finalmente de las asambleas litúrgicas, donde a menudo se hace presente la
abundancia excesiva de unos y la indigencia vergonzante de otros. A pesar de estos
males, la fe viva del apóstol sabe descubrir bajo las llagas de la comunidad el don de
Dios y el trabajo victorioso del Espíritu.
Esta actitud de Pablo, aparentemente paradójica, es una enseñanza, que puede ser
válida e iluminadora para nuestros días y para nuestras comunidades. Las dificultades,
las angustias, las defecciones, la indiferencia o la misma hostilidad no pueden
robarnos la visión profunda del corazón fiel, que sabe contemplar la presencia
salvadora de Dios en nuestro mundo y en nuestra Iglesia. Ciertamente, hay mal y hay
también pecado, pero no falta la gracia sanadora y regeneradora del Señor, muerto y
resucitado, auténtico Cordero de Dios que quita el pecado del mundo , a fin de ir
construyendo a través de todo y a pesar de todo el Reino de su Padre.
Dejémonos, pues, llevar por este dinamismo de muerte y de resurrección. Entonces,
creados de nuevo a imagen y semejanza del Señor Jesús, por el poder regenerador
de su Espíritu, podremos curar heridas; unir grietas; respetar la vida en la diversidad
de sus manifestaciones y etapas; sembrar esperanza y alegría donde un invierno
crudo y estéril parecía haber matado toda posibilidad de una nueva y gozosa
primavera. ¡Que así sea!