DOMINGO IV DE ADVIENTO (A)
Homilía del P. Cebrià M. Pifarré, monje de Montserrat
19 de diciembre de 2010
Is 7, 10-14; Rom 1, 1-7; Mt 1, 18-24
En estos días prenavideños, en la liturgia de Adviento resuenan, vibrantes, las voces
de los profetas bíblicos: «Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria; ábrase
la tierra y brote la salvación» -lo hemos cantado al comenzar la celebración-, o bien:
«Sobre ti, Jerusalén, aparecerá el Señor, y clareará como el amanecer su gloria», y
aún: «No temáis, el Señor vendrá y no tardará; salid a recibirlo». Pregón de consuelo y
llamada a conversión, este concierto de voces nos invita sobre todo a esperar,
ansiosos, el Reino mesiánico que, por medio de Jesús, se hace presente entre
nosotros. Los cristianos, ¿no se ha dicho acaso que son la comunidad de quienes,
habiendo escuchado la palabra de Jesús, han salido al encuentro del Reino de Dios
que ya despunta? Modelo de quienes, con corazón bueno y sencillo, han esperado,
incansables, las promesas mesiánicas lo son María y José. Igual que un preludio del
pesebre navideño, aparecen en el retablo tan bien perfilado por Mateo en la secuencia
evangélica de hoy.
José y María se habían comprometido a vivir como esposos, bajo la mirada de Dios.
Signo como es de la fidelidad de Dios Alianza, el amor de los esposos es visto en la
espiritualidad judía como un camino de unión profunda con Dios. Al evocar la turbación
que José experimenta ante el misterio de la joven muchacha de Nazaret, María, que
espera un niño, el texto evangélico resulta de lo más desconcertante. Puede que
Mateo nos quiera recordar que, cuando Dios, el totalmente otro, interviene en nuestras
vidas, se desbaratan nuestros sistemas de seguridad y nuestras lógicas
tambalean. Que sólo podemos acercarnos al fuego incandescente de Dios desde
nuestra humilde indefensión de criaturas, descalzos los pies, el rostro en tierra, es algo
que la espiritualidad bíblica no se cansa de repetir.
El relato de Mateo nos dice que María, grávida del niño que es Hijo de Dios, no ha
conseguido convencer a José, hombre justo, hasta el punto que la confianza de éste
hacia María queda conturbada. Él sabe que no es el padre. Generoso, aunque con el
corazón destrozado, quiere anular el compromiso matrimonial con María. No quiere
ser un obstáculo en el camino de libertad y de gracia aceptado por María, y que él no
comprende en absoluto. Ambos, es cierto, esperan al Mesías de Israel. Y he aquí que
el Mesías está a las puertas, en sus manos. José se resiste. Visto humanamente,
¿puede uno creer a la mujer que ama, si te dice que «espera un hijo por obra del
Espíritu Santo»? El niño que María espera es del todo iniciativa de Dios. José no lo
puede creer. Y sin embargo, Dios llama a José a colaborar en la obra de la salvación,
lo llama desde la oscuridad de la fe, desde la tiniebla luminosa. El servicio que se le
pide, lo tendrá que cumplir desde la humildad y delicadeza de un corazón que ama,
como quien dice desde la penumbra, dejándose forjar, silenciosamente, por la acción
del Espíritu, que es así como nosotros intentamos servir al Evangelio de su Reino. De
esta manera, nos cuenta Mateo que, gracias a José, y de acuerdo con la palabra
profética de Isaías -lo hemos oído en la primera lectura- Jesús entra legalmente en el
linaje davídico. Se trata, en realidad, de proteger el misterio del niño que María lleva
en su seno de madre, proteger en todo niño a punto de nacer el misterio de Dios que
llama a la puerta: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer,
porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le
pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados». Intuyendo
el secreto del Mesías que ha sido confiado a María, José, desborda ahora de amor a
Dios, en una misteriosa complicidad de misión providente y paternal. Exultante de
alegría y de gratitud, ya no teme recibir a María en su casa. No un amor posesivo, sino
un amor que adora el misterio de Dios en el niño a punto de nacer, y que, como todo
niño en la tierra de los vivientes, reclama el calor de un hogar, un abrigo de humanidad
y ternura.
Y es justamente en esta colaboración de María y José, tan atrevida, tan human, donde
se verifica el realismo de la encarnación. María, la madre virgen, nos remite a la vida
que nace en el corazón de un universo virgen saliendo de las manos de Dios, como
una primavera eterna, nos recuerda la historia de tantas mujeres estériles -Ana, Sara,
Isabel- que, al convertirse en madres, descubren que todo alumbramiento es siempre
regalo sorprendente de Dios. Pero María nos invita asimismo a guardar el recuerdo de
la vida humilde de Jesús de Nazaret, meditando su ley en el corazón, bajo el calor del
Espíritu Santo, para captar su sentido profundo, hasta formar la imagen de Cristo en
nosotros. La figura de José, por su parte, nos remite a la llamada que todos hemos
recibido a salvaguardar lo prestado, el misterio sagrado de toda persona humana, sin
cerrar los ojos a la tragedia de miles de niños, de hombres y mujeres que mueren cada
día por falta de alimento y de calor humano. El tercer actor de esta historia que
trastoca todos los sistemas, el Espíritu Santo, es quien da consistencia en el hogar de
María y José, en el que Jesús niño, rodeado de afecto y alegría, descubrirá la sonrisa
del Padre del cielo. Al término del Adviento encontramos todavía a los ángeles que
nos acompañan hacia Belén. Ellos nos dicen que la gloria y la paz del Dios que ama,
despunta ya en la pobreza del pesebre que hay en cada uno de nosotros. Todos
somos invitados a ser ángeles de Belén, portadores de verdadera paz y verdadera
hermandad, mensajeros de misericordia, de bondad y de perdón, que en eso consiste
el Reino de Cristo. A las puertas de la Navidad, un corazón bueno y sencillo nos dé de
contemplar este Reino de Cristo naciendo en el corazón del mundo.