Encuentros con la Palabra
Cuarto Domingo del tiempo ordinario – Ciclo C (Lucas 4, 21-30)
Se levantaron y echaron del pueblo a Jesús (...)
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Dicen que una vez llegó un profeta a un pueblo y comenzó a predicar en medio de la plaza
central. Al comienzo, mucha gente escuchaba con atención sus llamados a la conversión y
se sentían impulsados a volverse a Dios por la voz de este profeta. Pero pasaron los días y
el profeta seguía anunciando su mensaje con la misma fuerza, aunque el público había ido
disminuyendo poco a poco. Cuando había pasado algo más de un mes, el profeta seguía
saliendo todos los días a la plaza del pueblo a predicar su mensaje, aunque todos los
habitantes del pueblo estaban ocupados en otras cosas y nadie se detenía a escuchar su
palabra. Por fin alguien se acercó al profeta y le preguntó por qué seguía predicando si nadie
le hacía caso. Entonces el hombre respondió: “Al principio, predicaba porque tenía la
esperanza de que algunos de los habitantes de este pueblo llegaran a cambiar; esa
esperanza ya la he perdido. Pero ahora sigo predicando para que ellos no me cambien a mi”.
En abierto contraste con lo que el texto de san Lucas dice al comienzo de este pasaje:
“Todos hablaban bien de Jesús y estaban admirados de las cosas tan bellas que decía”, la
narración da un vuelco repentino y comienza a mostrar la agresividad de la gente hacia la
predicación de Jesús: “Se preguntaban: –¿No es este el hijo de José?”. Tanto que Jesús
mismo toma la iniciativa y expresa las reservas que el pueblo tiene frente a su palabra:
“Seguramente ustedes me dirán este refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Y además me dirán:
‘lo que oímos que hiciste en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu propia tierra’. Y siguió
diciendo: –Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su propia tierra”. Después,
hizo referencia a dos casos muy conocidos en el Antiguo Testamento en los que aparece
una preferencia de parte de Dios por manifestarse a los hijos de pueblos distintos a Israel: El
primer caso es el de Elías, que fue enviado a una viuda de Sarepta, cerca de la ciudad de
Sidón, es decir, territorio extranjero (1 Reyes 17, 1-24); y el segundo caso es del profeta
Eliseo, que no curó a ningún leproso israelita, habiendo tantos en su tiempo, sino a Naamán,
el sirio, también un extranjero (2 Reyes 5, 1-19).
Esto provocó una reacción violenta de la población que estaba reunida en la sinagoga para
el culto de los sábados. “Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se enojaron
mucho. Se levantaron y echaron del pueblo a Jesús, llevándolo a lo alto del monte sobre el
cual el pueblo estaba construido, para arrojarlo abajo desde allí. Pero Jesús pasó por en
medio de ellos y se fue”. Desde luego, eso de que ‘pasó por en medio de ellos’ no debió ser
como cuando le hacen una calle de honor al obispo que llega a un pueblo perdido de nuestra
geografía. Sencillamente, no dejó que lo arrojaran por el barranco abajo y, seguramente,
sacudiéndose el polvo de sus pies, se fue del pueblo, como más tarde enseñó a sus
discípulos: “Y si en algún pueblo no los quieren recibir, salgan de él y sacúdanse el polvo de
los pies, para que les sirva a ellos de advertencia” (Lucas 9, 5).
Como Jesús, nosotros también tenemos el peligro de ser rechazados por predicar lo que
nos propone el evangelio. Pero no podemos claudicar frente al rechazo. Como el profeta
con el que comenzábamos, habrá que seguir anunciando el perdón, el amor y la paz,
aunque todos nos vuelvan la espalda. Si no es para que los demás cambien, por lo menos
para que ellos y sus costumbres, no terminen por cambiarnos a nosotros.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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