Domingo 4 Tiempo Ordinario
“Señor, Tú eres fiel, en Ti confiamos, Tú eres nuestro refugio” (Sal. 70)
La liturgia de este domingo nos presenta la vocación, el llamado, de Jeremías, uno de los
grandes profetas del Antiguo Testamento que fue llamado por Dios para ser su voz en medio
del pueblo de Israel cuando apenas contaba con pocos años de edad. Este texto muestra que
la elección no procede de mérito humano alguno, sino de la exclusiva decisión y elección del
corazón de Dios: “antes de formarte en el seno de tu madre, yo te conocía …, yo te había
consagrado … te había constituido profeta para las naciones” (Jer 1, 4-5). El profeta recuerda
al pueblo que ellos son propiedad de Dios, que su Dios es un Dios de amor y de amor fiel. Esta
predicación constituye para el pueblo esperanza, seguridad y fortaleza para caminar en la
historia esperando la misericordia de Dios que no defrauda, aunque a veces parezca que está
lejos. Por esto el profeta es respetado y su palabra es tenida en cuenta. Pero el profeta muchas
veces recuerda al pueblo su infidelidad para con Dios, le recuerda a Israel su pecado, le
muestra su error y lo llama a la conversión y a la penitencia. Y esto acarrea al profeta
incomprensión, rechazo, maledicencias e incluso persecusiones de sus mismos compatriotas.
Es la cara y cruz del profeta.
El evangelio de San Lucas nos muestra a Jesús en la sinagoga de Nazaret, quien después de
proclamar ante la asamblea el texto de Isaías, afirma que Él es el destinatario de aquella
antigua profecía, que a Él se refería aquél texto escrito mucho tiempo atrás. San Lucas afirma
que “todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de
gracia que salían de su boca” (Ib. 22).
Jesús es centro de admiración. Él ya había estado predicando y “su fama se había extendido
por toda la región” (Ib. 14). Pero Jesús también genera rechazo. La gente de Nazaret -la ciudad
donde creció- estaba admirada por la belleza de su predicación pero no podía aceptarlo como
maestro y mucho menos como Mesías, porque era uno más del montón, era el hijo del pobre
carpintero José, pertenecía a una familia humilde del pueblo, no era un personaje prestigioso ni
uno de los poderosos de la alta sociedad.
El pueblo no supo reconocer en Jesús al Mesías prometido por Dios que tendría una gran
predilección por los pobres de toda pobreza, de los ciegos de todo tipo de ceguera, de los
oprimidos por toda clase de opresiones. No supo reconocer a Aquél que traía la salvación y la
gracia de Dios para su pueblo. Jesús fue pobre y compartió la suerte de los pobres: fue
despreciado al igual que ellos, fue relegado y se le negó un lugar en la sociedad. Por más
atractiva que fuera su persona y por más bellas que fueran sus palabras, eso no bastaba para
que lo aceptaran. Y Jesús renunció a deslumbrar a este pueblo de dura cerviz con su poder.
No hizo allí ningún milagro, porque sabía que si no creían en su palabra “no creerán aunque
resucite un muerto” (Lc 16, 31).
Jesús al ver la actitud de sus compatriotas imagina un reproche por la ausencia de prodigios y
de signos milagrosos y supone que le aplican el refrán: “médico cúrate a ti mismo”. Por eso se
adelanta y les responde con otro refrán conocido en su pueblo: “nadie es profeta en su tierra”.
Por medio de este refrán Jesús no está diciendo que los profetas siempre son rechazados en
su tierra, como si fuera una ley inamovible. Simplemente pretende mostrarles lo que de hecho
estaban haciendo con él, usando ese refrán que ellos usaban frecuentemente en las
conversaciones cotidianas. Hay una verdad escondida en este refrán y es que muchas veces
no es fácil descubrir la presencia de Dios en las cosas simples y normales de nuestra vida. A
veces no nos damos cuenta que Dios nos visita en los acontecimientos o que Dios habla a
través de las personas que Él pone en nuestro camino, en los sacerdotes o en los miembros de
la Iglesia. No tenemos ojos de fe. Pidamos al Señor en este Año de la Fe que nos dé mirada de
fe para que sepamos reconocerlo, no vaya a ser cosa que como en el Evangelio el Señor pase
en medio nuestro y siga su camino.
Que María Santísima, maestra de fe, nos ayude a reconocer y a seguir al Señor por los
caminos de esta vida.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú