IV Domingo del Tiempo Ordinario (Año Impar)
En el centro de la llamada divina está el amor; la virtud más grande, la que
nos trae Jesús, Amor de Dios encarnado.
“En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: - «Hoy se
cumple esta Escritura que acabáis de oír.» Y todos le expresaban su
aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de
sus labios. Y decían: - «¿No es éste el hijo de José?» Y Jesús les
dijo: - «Sin duda me recitaréis aquel refrán: "Médico, cúrate a ti
mismo"; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has
hecho en Cafarnaún.» Y añadió: - «Os aseguro que ningún profeta
es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel habla
muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo
tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin
embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda
de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en
Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos
fue curado, más que Naamán, el sirio.» Al oír esto, todos en la
sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera
del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su
pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre
ellos y se alejaba” (Lucas 4,21-30).
1. Jesús, en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, te nos presentas
como el verdadero y definitivo Profeta. Pero tus paisanos no supieron ver
más allá de las apariencias, para ellos sólo era el carpintero del pueblo que,
encima, se había mudado a Cafarnaum a hacer allí milagros y curaciones…
¿Y ellos qué? ¿No eran acaso los que te habían visto crecer entre José y
María? Y ahora te atrevías a presentarte ante ellos para decirles que tenían
poca fe. La verdad duele. No nos gusta oír nuestros defectos. Es incómodo
vivir cerca de esa persona que siempre se porta bien. Esa persona que hace
lo que debe hacer, que perdona a los compañeros con una sonrisa, que deja
sus cosas sin que se las pidan, que está atento a quien pudiera necesitarlo,
en el juego, en los deberes… Esa persona que vive como Jesús quiere que
vivamos todos… a veces nos resulta incómodo porque es un espejo: nos
enseña sin querer cómo deberíamos ser los que la miramos, y no somos. Es
hora de dejarse de rabietas orgullosas y linchamientos (a Jesús quisieron
tirarlo desde un monte a la salida de Nazaret) y hacer equipo con el bien.
Para ganar al mal hemos de luchar todos juntos, cada uno vale para una
cosa, y Dios lo ha pensado desde la eternidad para una misión, como a
vemos hoy a Jeremías, y sobre todo Jesús. Hace un par de domingos, la
Madre de Jesús nos daba la receta que no falla: “ Haced lo que Jesús os
diga ”. Con la oraci￳n y el Espíritu de Jesús, con las ense￱anzas de nuestros
padres, abuelos, profesores, sacerdotes… podremos amarnos unos a otros
como Jesús nos pidió.
2. Jeremías nos cuenta cómo al sentir la llamada de Dios para ser el
profeta de las naciones (su vocación) se ve a sí mismo un hombre, débil,
tímido. “ En los días de Josías, recibí esta palabra del Señor: «Antes
de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno
materno, te consagré: te nombré profeta de los gentiles. Tú cíñete
los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas
miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos. Mira; yo te convierto
hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce,
frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a
los sacerdotes y la gente del campo. Lucharán contra ti, pero no te
podrán, porque yo estoy contigo para librarte.»”
Por un momento desea ser como uno de tantos, y no tener esta
vocación de profeta. Sabe muy bien que su conciencia recta, al ver lo que
está mal y desagrada a Dios, le hará hablar contra esas costumbres tan
malas de los israelitas de su tiempo, y tiene miedo de su reacción. Jeremías
no es precisamente un valiente, voluntario para servir al Señor en esta
vocación, como lo fue Isaías. Pero resulta que no está solo ante la llamada
–como no lo estamos ninguno de nosotros-, el Señor te llama desde la
eternidad, antes de que nacieras, y te dará las cualidades y fuerzas que
necesites para responder a esa vocación, que será tu misión en la vida. El
Se￱or nos dice, como a Jeremías en la intimidad de la oraci￳n: “ lucharán
contra ti, pero no te podrán, porque Yo estoy contigo para librarte”.
La vocación es en la vida de todo hombre lo que da sentido a toda su
actividad. Confundir la vocación puede suponer el fracaso total de una
personalidad. Jeremías a los veinte años tiene clara conciencia de cuál sea
su vocación. Es una profunda experiencia interior de lo divino y humano,
estrecha intimidad con Dios (ed. Marova). Muchas veces ese proceso de
conversión ha sido a partir de una dura crisis, fracasos, disgustos,
desilusiones. Las pruebas de la vida son la pedagogía ordinaria de Dios con
respecto de sus hijos. Cuando los ídolos caen y tambalean las columnas,
sólo entonces Dios puede transformarse en mi Dios.
A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre; tú
que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído, y
sálvame”. En el Salmo 70 pedimos a Dios que nos acompañe toda la vida:
Sé tu mi roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña
y mi alcázar eres tú, Dios mío, líbrame de la mano perversa”.
Estamos necesitados de Dios cada momento hasta que seamos viejos, como
lo hace el salmista: « T ú, Dios mío, fuiste mi esperanza / y mi
confianza, Señor, desde mi juventud. / En el vientre materno ya me
apoyaba en ti; en el seno, tú me sostenías; / siempre he confiado
en ti. / No me rechaces ahora en la vejez; / me van faltando las
fuerzas; no me abandones». Carlos G. Vallés comentaba: Ahora los años
se me van quedando atrás, y me pongo a pensar, aun sin quererlo, en los
años que me quedan. La vida camina inexorablemente hacia su término, y
mi mirada se fija en las nubes de la última cumbre, que parecía tan lejana y
ahora, de repente, se asoma cercana e inminente. La edad comienza a
pesar, a hacerme sentirme incómodo, a dibujar el molesto pensamiento de
que los años que me quedan de vida son ya, probablemente, menos de los
que he vivido. Apenas había salido de la inseguridad de la juventud cuando
me encuentro de bruces en la inseguridad de la vejez. Mis fuerzas ya no son
lo que eran antes, la memoria me falla, los pasos se me acortan sin sentir,
y mis sentidos van perdiendo la agudeza de que antes me gloriaba. Pronto
necesitaré la ayuda de otros, y sólo el pensar eso me entristece.
Más aún que el debilitarse de los sentidos, siento el progresivo
alargarse de la sombra de la soledad sobre mi alma. Amigos han muerto,
presencias han cambiado, lazos se han roto, mentalidades han
evolucionado, y me encuentro protestando a diario contra la nueva
generación, sabiendo muy bien que al hacerlo me coloco a mí mismo en la
vieja. Cada vez queda menos gente a mi lado con quien compartir ideas y
expresar opiniones. Me estoy haciendo suspicaz, no entiendo lo que otros
dicen, ni siquiera oigo bien, y me refugio en un rincón cuando los demás
hablan, y en el silencio cuando dicen cosas que no quiero entender. La
soledad se va apoderando de mí como el espectro de la muerte se apodera,
una a una, de las losas de un cementerio. La enfermedad que no tiene
remedio. La marea baja de la vida. El peso del largo pasado. La vecindad de
la última hora. Tonos grises de paisaje final.
Me da miedo pensar que, de aquí en adelante, el camino no hará más
que estrecharse y no volverá ya a ensancharse jamás. Tengo miedo a caer
enfermo, de quedarme inválido, de enfrentarme a la soledad, de mirar cara
a cara a la muerte. Y me vuelvo a ti, Señor, que eres el único que puede
ayudarme en mis temores y fortalecerme en mis achaques. Tú has estado
conmigo desde mi juventud; permanece conmigo ahora en mi vejez. Tú has
presidido el primer acto de mi vida; preside también el último. Sostenme
cuando otros me fallan. Acompáñame cuando otros me abandonan. Dame
fuerzas, dame aliento, dame la gracia de envejecer con garbo, de amar la
vida hasta el final, de sonreír hasta el último momento, de hacer sentir con
mi ejemplo a los jóvenes que la vida es amiga y la edad benévola, que no
hay nada que temer y sí todo a esperar cuando Tú estás al lado y la vida del
hombre descansa en tus manos.
¡Dios de mi juventud, sé también el Dios de mi ancianidad! « Dios
mío, me instruiste desde mi juventud, / y hasta hoy relato tus
maravillas; / ahora, en la vejez y las canas, / no me abandones,
Dios mío». Qué bonito cuando los abuelos pueden vivir con nosotros, los
nietos pueden cuidar de ellos, jugar una partida de parchís o ajedrez,
acompañarlos en su paseo por el parque. Y recibir de ellos consejos,
experiencias, historias interesantes…
Hoy, desafortunadamente, nuestro mundo piensa que aquella
persona que no “sirve” para nada –minusválidos, los ancianos en sillas de
ruedas, o que quizá empiezan a olvidar quiénes son- pues es mejor quitarla
de en medio para que no “moleste”... Mi boca contará tu auxilio, / y
todo el día tu salvación. / Dios mío, me instruiste desde mi
juventud, / y hasta hoy relato tus maravillas. ¡Qué bonito es esto que
dice el anciano del Salmo! Confía en el Señor, que le enseñó cuando era
joven –como tú ahora… ¿te dejas ense￱ar por el Se￱or, a través de tus
padres, tus abuelos, tus profesores, los sacerdotes?- y todo lo que el Señor
le enseñó, sus maravillas, hasta el final de su vida sigue entusiasmado
contándolas a los que le rodean.
3. San Pablo sigue hablando de los carismas, y añade: “ Ambicionad
los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino excepcional
(…) si no tengo amor, no soy nada (…), de nada me sirve”. Lo que les
está enseñando en realidad san Pablo es que los cristianos no deben
distinguirse por los milagros, prodigios, discursos que puedan hacer, y que
también pueden darse como fruto del Espíritu Santo.
Es el himno de la caridad: “ El amor es paciente, afable; no tiene
envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no
se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino
que goza con la verdad ”. la "envidia" crea divisiones en la comunidad; el
que "presume" no tiene sentido de la medida, y esto lo puede manifestar
desde la frivolidad hasta la insolencia; el que "se engríe", "es mal educado":
evitar lo que pueda herir o escandalizar; también es el reverso del amor, la
irritabilidad, pues una cosa es la indignación contra el mal y otra la
agresividad contra la persona; excluye la venganza, o sea, ignora el mal del
prójimo; y finalmente se alegra de lo que hay de bien en los demás y
participa de ello. El amor disimula el mal y los defectos del prójimo; confía;
no pierde la ingenuidad; tiene esperanza en el triunfo del bien y no se
descorazona soportando contra toda esperanza (J. Naspleda).
Lo que debe distinguir a un cristiano –entonces y hoy- es ver que es
capaz de amar con sencillez y perseverar amando, porque el amor es lo
único que nos llevará hasta las puertas del mismo cielo, hasta nuestro
Padre Dios. “ Disculpa sin limites, cree sin limites, espera sin limites,
aguanta sin límites. El amor no pasa nunca. ¿El don de profecía?, se
acabará. ¿El don de lenguas?, enmudecerá. ¿El saber?, se acabará.
Porque limitado es nuestro saber y limitada es nuestra profecía;
pero, cuando venga lo perfecto, lo limitado se acabará. Cuando yo
era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba
como un niño. Cuando me hice un hombre acabé con las cosas de
niño. Ahora vemos confusamente en un espejo; entonces veremos
cara a cara. Mi conocer es por ahora limitado; entonces podré
conocer como Dios me conoce. En una palabra: quedan la fe, la
esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor”. Cuando la
fe y la esperanza ya no sean necesarias, por la sencilla razón de que ya
estaremos gozando de lo que ahora creemos que existe y que no vemos, y
tendremos lo que era el objeto de nuestra esperanza, a Dios mismo,
entonces el Amor seguirá existiendo, será lo único eterno, que une este
mundo con la eternidad: Dios es Amor, como también nos enseña san
Pablo, y sólo llenando nuestros corazones de ese Amor que el Espíritu Santo
nos concede a toneladas si se lo pedimos, seremos capaces de amar en esta
vida a aquel que vive a nuestro lado, que nos gusta menos, que nos
fastidia, que incluso nos hace mal… No es ningún heroísmo amar así, es
para lo que hemos nacido. Para un amor de entregarse, no un amor de
esperar algo a cambio. Y lo bueno es que todos, absolutamente todos
nosotros, niños y mayores, jóvenes y viejos, minusválidos y deportistas,
listos y menos listos… todos podemos amar como Jesús. Si no fuera posible,
no nos lo habría pedido Él mismo: “ Amaos unos a otros, como Yo os he
amado ”.
Llucià Pou Sabaté