Primer Domingo de Cuaresma C
“Todo el que crea en él no será confundido” (Rom.10, 11)
Así como Jesús que fue llevado por el Espíritu al desierto, así somos convocados los cristianos
en este domingo, para vivir un momento de intensa oración. El desierto en la Sagrada Escritura
es el lugar privilegiado para en encuentro con Dios, así se encontró Israel con el Señor durante
su peregrinaje por el desierto; para Elías donde transcurrió cuarenta días, para el Bautista que
se retiró a vivir en el desierto.
Jesús también se retiró durante cuarenta días al desierto para orar y el desierto no fue
solamente el lugar del encuentro con Dios, sino también un lugar de lucha, pues allí se
encontró con Satanás, quien tienta al Señor con un mesianismo de triunfo y de gloria. ¿Para
qué va a pasar hambre, si es Dios y puede transformar las piedras en pan? ¿Para qué vivir
como un vagabundo, si adorando a Satanás puede recibir los reinos de la tierra? No podían
venir de Satanás otras sugerencias que éstas debido a su orgullo. Jesús sabía que solamente
con el despojo de si mismo puede reparar el pecado del hombre. Solamente hay un camino:
humillación, obediencia y cruz, ya que siendo el verdadero Mesías salvará al mundo no con un
triunfo pasajero sino “con la obediencia y muerte de cruz” (fil. 2,8). La picardía de Satanás se
esconde donde hay intenciones ambiciosas y deseo de poder, de triunfo y de gloria terrenas.
Para destruir estas tentaciones hay que tener la actitud de Jesús: “adorarás al Señor tu Dios y
sólo a él darás culto” (Lc. 4,8). Hay que estar dispuesto en la vida a no renunciar al Señor para
poder rechazar cualquier proposición que obstaculice reconocer y servir a Dios como único
Señor. Toda ambición terrena que nos separe del Señor, ciertamente no viene de Dios y por
eso es necesario estar dispuesto siempre en la intimidad del corazón a servir al Señor y sólo a
Él darle culto.
El concepto de fidelidad al Señor en la liturgia de este domingo se desarrolla en las dos
primeras lecturas, de las cuales una (Deut. 26,4-10) nos presenta la profesión de fe del antiguo
pueblo de Dios, y la otra (Rom.10,8-13) la del nuevo pueblo. Habiendo llegado a la Tierra
Prometida todo hebreo debía presentar a Dios las primicias de su cosecha pronunciando una
fórmula que sintetizaba la historia de Israel en tres puntos: la elección de los Patriarcas, el
desarrollo del Pueblo en Egipto y su Exodo y finalmente el regalo de la Tierra Prometida. De
esta manera el israelita piadoso reavivaba su fe en Dios, su adhesión personal y su deseo de
servirle y rendirle culto.
Igualmente -aunque en otro contexto- San Pablo invita al cristiano a una profesión de fe: “si
confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de
entre los muertos, serás salvo” (Rom. 10,9). Esta confesión exige un doble acto, el interior:
confesar con la mente y el corazón la realidad de que Cristo es el Señor y nos salva. Y el
exterior: profesión pública de la fe a través de la participación litúrgica, en el mundo y en
nuestro propio medio ambiente, como lo hicieron los mártires. Quien se apoye en Jesús no ha
de temer porque “todo el que crea en él no será confundido” (Ib. 11) y en su nombre vencerá
toda batalla.
Que la Virgen Madre de la esperanza cristiana y de toda fortaleza nos proteja.