I Semana de Cuaresma, Ciclo C
Viernes
Padre Julio Gonzalez Carretti O.C.D
Lecturas bíblicas
a.- Ez. 18, 21-28: Dios no quiere la muerte del pecador.
La primera lectura es todo un canto a la vida del hombre que practica la justicia y
vive de cara a Yahvé, que vive con responsabilidad. Luego del destierro de
Babilonia, con una Jerusalén en ruinas, el pueblo, está sin esperanza en el futuro.
Será Ezequiel quien se levante para formular el principio de la responsabilidad
personal: “El que peque ese morirá” (Ez. 18, 20); principio ya anunciado en otros
textos bíblicos (cfr. Jr. 31, 28; 2Re 14, 6; Dt. 30, 15). Si bien es cierto, que el
pasado influye y condiciona el presente, sobre todo cuando hay toda una historia
de pecados e injusticias, no se debe recibir como una carga fatídica, sino que se
puede mejorar el presente asumiendo con responsabilidad la propia existencia y sus
exigencias. El profeta cuenta con que Dios, “no quiere la muerte del pecador, sino
que se convierta y viva” (v. 23). La insistencia de Ezequiel, es que el pecador se
convierta en forma individual, fruto de la predicación de todos los profetas. Ezequiel
pasa de profeta, a pastor de almas, teólogo y sacerdote del Dios Altísimo. Muchos
culpaban a Dios de injusto, por todo lo que estaban pasando, lo que era mucho más
fácil, que convertirse. La respuesta de Yahvé a semejante juicio: “Vuestro proceder
es el que es injusto” (v. 25). La exhortaci￳n de Dios es concluyente: “¡Arrepentíos y
viviréis!” (Ez. 18, 32). La conversi￳n, más allá de empe￱o personal, es don de Dios,
iniciativa suya. La culpa personal, no disminuye en nada su consecuencia social, y
la responsabilidad en el mal provocado. Dios quiere que el hombre viva, y la
trasgresión de la voluntad divina, manifestada en los mandamientos, es muerte
para el hombre y la sociedad. Yahvé perdona el pecado de quien se arrepiente de
verdad. Arrepentirse, es vivir en Dios y para Dios y su prójimo.
b.- Mt. 5, 20-26: Reconciliarse con el hermano.
En el evangelio Jesús exige la práctica de una nueva justicia, es decir, una nueva
fidelidad al querer divino manifestado en el Reino de Dios: “Porque os digo que, si
vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el
Reino de los Cielos.” (v. 20). Si la santidad predicada por los fariseos consistía en la
observancia de la ley mosaica, Jesús exige algo más, una fidelidad que nazca de lo
interior del corazón del creyente, es decir, un verdadero acto de fe. Lo que cuenta
es la libertad del acto, nacido de la fe y de la adhesión personal a Jesucristo y su
evangelio. El Maestro de Nazaret exigirá el máximo de amor para vivir el espíritu de
la ley, no el mínimo o el formalismo exterior. Se trata de interiorizar el espíritu de
la ley. El homicidio, no es solo atentar contra el quinto mandamiento, sino que
Jesús lo amplía a todo acto injurioso contra el hermano, como por ejemplo, llamarlo
imbécil o encolerizarse contra él (v. 22). El evangelista, trata de compaginar la
novedad de las bienaventuranzas que proclama Jesús, pero es consciente de la
inquietud de sus lectores judíos, que se preguntan, si esta novedad es
independiente de la Ley de Moisés. Se trata de vivir la nueva justicia, la verdadera
justicia, la voluntad de Dios que desde la Ley alcanza su plenitud en Cristo Jesús.
Detrás de la Ley y los Profetas, está la voluntad de Dios. Jesús viene a los hombres
de parte de Dios, no vino a abolir el AT, sino a dar cumplimiento. La Ley y los
Profetas, no es la revelación definitiva, pero será Jesús quien nos diga cómo hay
que llevar a cabo esa voluntad de Dios hoy. “Quien se enoje…quien lo llame
estúpido…o loco” (v. 22). La ira se puede convertir en un asesinato espiritual, que
envilece y rechaza al prójimo (cfr. Jn. 3, 15). El discípulo de Jesús debe temer tanto
a la ira en su corazón, como al homicidio como acto. Lo mismo, cuando usamos
palabras hirientes, exteriorización de esa ira o maldad. Se destaca el uso de la
palabra, hermano, con se designa al compañero de fe y combate, hermanos en
Cristo, hermanos en el mismo camino de salvaci￳n. “Si al presentar tu ofrenda…”
(v. 23). Entre los hermanos de fe, debe haber unión, no se concibe ninguna,
división, ni aversión, al contrario, fraternidad, es experiencia de amor. El símil que
usa Jesús enseña que la desunión, rompe la unión de ellos con Dios. El sacrificio
ofrecido a Dios, debe nacer de un corazón en paz y de unidad entre los hermanos
de comunidad. Basta saber que alguien tiene algo contra mí, para dar el paso que
busca la reconciliación, ir y restablecer la paz. Esta realidad es tan urgente, que
debe dejar la ofrenda ante el altar, e ir a reconciliarme con el hermano. La desunión
nos hace indignos de presentar la ofrenda, una vez reconciliado, entonces seré apto
para ofrecer el sacrificio. Sólo entonces, una vez restablecida la paz, el sacrificio
logra la reconciliación con Dios; la paz entre los hombres asegura la paz con Dios
nuestro Padre. Culto y fraternidad, es decir, vida cotidiana, quedan de esa forma
estrechamente unidas. Cualquier servicio que queramos prestar a Dios, pierde su
valor si no es sostenido por el amor y la unidad fraternal. La ofrenda y el sacrificio,
están supeditadas a estas condiciones para que adquieran su valor ante Dios.
Siempre existe el peligro de privilegiar el culto, olvidando las obligaciones humanas
y morales en nombre de la adoración de Dios. Los profetas de ayer y de hoy,
denuncian este culto hipócrita. Desde que Jesús ofreció el sacrificio perfecto al
Padre en el altar de la Cruz, una vez para siempre, han sido anulados todos los
sacrificios antiguos de animales, en el templo de Jerusalén (cfr. Heb. 9, 11; 10,11-
18). El cristiano, ofrece cada día, un culto espiritual, presenta su vida con Cristo
Sumo Sacerdote, al Padre, por medio de ÉL al Padre, único Mediador entre Dios y
los hombres (cfr. Rm. 12, 1; 1 Pe 2,5; Heb. 13,15). La Eucaristía, es la fuente y el
centro de toda la vida de la Iglesia, de ahí la importancia, de revisar cada domingo,
como está mi relación con el prójimo más cercano: en el matrimonio, los hijos,
compañeros de trabajo, etc. Con cuanta delicadeza debemos acercarnos al altar a
comulgar, una vez reconciliados con el hermano y con Dios, en el Sacramento del
perdón, para que el culto divino, siga siendo fuente de paz y bendición para toda la
comunidad eclesial.
Santa Teresa, enseña que la perfección se alcanza con la práctica del amor a Dios y
al pr￳jimo. “La verdadera perfecci￳n es amor de Dios y del pr￳jimo, y mientras con
más perfecci￳n guardáremos estos dos mandamientos seremos más perfectos” (1M
2,17).