Comentario al evangelio del Domingo 17 de Febrero del 2013
La fe y las tentaciones
Da que pensar el que las lecturas que
enmarcan el Evangelio de hoy sean dos profesiones de fe: la profesión de fe de Israel en la
intervención de Dios en la historia, para formar y salvar a su pueblo; y la profesión de fe del cristiano
en la muerte y resurrección de Jesucristo.
La fe que profesamos se plasma en el sacramento del Bautismo. Y es en la experiencia del Bautismo de
purificación en donde Jesús hace su experiencia religiosa central: la de saberse el Hijo amado de Dios
Padre y ungido por el Espíritu. Pero los símbolos que expresan nuestra fe, nuestras convicciones e
ideales fundamentales, aquello por lo que estaríamos dispuestos a darlo todo, tiene que ser probado por
la misma vida, que plantea múltiples dificultades y obstáculos a nuestras buenas intenciones. Por eso,
el rito de purificación que es el bautismo pide la purificación real que supone ser puesto en cuestión en
lo profesado en el rito. Y así, también Jesús, como hombre que es, «al volver del Jordán», es sometido
a la tentación y a la prueba. Ahora debe responder a elección paterna eligiendo él a Dios. Y es el
Espíritu del que estaba lleno quien «lo fue llevando por el desierto». El Espíritu de Dios es el Espíritu
de la verdad, de la autenticidad, que no lleva por caminos fáciles y trillados, ni evita de manera mágica
las dificultades, sino que guía (inspira, orienta) sin forzar la libertad para poder afrontarlas. Las que
padeció Jesús en el desierto y en toda su vida se expresan aquí en dos palabras que resumen a la
perfección la condición del ser humano: «sintió hambre». El hambre es la cifra de todas las carencias
humanas, de su condición menesterosa y dependiente. El hambre básica es la del alimento del cuerpo,
pero existen otras muchas necesidades humanas: calor y acogida, reconocimiento, autoestima,
seguridad, sentido… El hambre, en todas sus formas, nos hace vulnerables a la tentación: la misma
necesidad reclama su remedio, a veces compulsivamente, a toda costa, a cualquier precio.
Es importante recordar que la tentación no viene de Dios: «Ninguno, cuando se vea tentado, diga: “es
Dios quien me tienta”; porque Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie» (St 1, 13). La condición
básica de la tentación es nuestra condición menesterosa, que Jesús ha hecho suya. Pero su esencia
consiste en la incitación malévola al remedio de aquella a precios que no se deben pagar. Por eso
aparece el diablo, personaje inquietante que, aprovechándose de la situación de fragilidad representada
en el hambre, hace propuestas que, siendo inaceptables en condiciones normales, pueden hacer mella
en la voluntad humana cuando la necesidad aprieta.
Las tentaciones experimentadas por Jesús son las tentaciones fundamentales que, de múltiples modos,
puede experimentar cualquier ser humano. Veámoslas brevemente:
«Que esta piedra se convierta en pan». Es importante la apostilla inicial: «Si eres el hijo de Dios». Es
decir, usa tu poder en beneficio propio, aprovéchate, el poder que se te ha dado es tu privilegio, tienes
deseos y necesidades (hambres), y tienes poder, la cosa es clara. El poder… Todo el mundo tiene algún
poder, algún ámbito de responsabilidad, de autoridad. No importa que sea mucho o poco. Jesús tenía el
poder de hacer milagros. Otros tienen el poder de decidir, de disponer, de repartir, de la información o
del saber o, simplemente, una llave… Y la tentación es hacer de ese poder un privilegio, usarlo no para
servir, sino para servirse, para sacar provecho y beneficios que no nos corresponden. Un ejemplo muy
claro es el soborno, la «mordida»…
No se dice que no debemos esforzarnos por el pan. Eso es no sólo legítimo, sino debido: «danos hoy
nuestro pan de cada día», nos enseña a orar Jesús. La tentación consiste en que «la piedra» se haga pan,
en sacar partido de donde no se debe, abusando de la propia posición. Esta tentación revela sobre todo
nuestra debilidad, el hecho de que estamos sometidos a muchas necesidades y a nuestra limitación para
satisfacerlas, y son aquellas las que nos empujan a hacer que las piedras se conviertan en pan. ¿Cómo
vencer la tentación?: «No sólo de pan vive el hombre (sino de toda Palabra que sale de la boca de
Dios)». La Palabra de Dios nos fortalece contra la tentación, pues nos abre a dimensiones (verdad,
justicia, generosidad, servicio, sentido) que están por encima de nuestras necesidades materiales, y nos
hace comprender que sólo atendiendo a aquellas es posible atender legítimamente a éstas.
«Todo esto te daré si te arrodillas delante de mí». La segunda tentación es muy radical. Porque
realmente Jesús quería «todo esto», todos los reinos del mundo, pues lo que quería (y era su misión)
era extender por todo el mundo el reinado de Dios. Y es que los reinos de este mundo se hallan
alienados del reinado de Dios y en gran medida (no del todo, tal vez, el diablo exagera y miente) bajo
el poder del mal. «Es lo que quieres, es mío, yo te lo doy». Así de fácil. El precio es inclinarse ante el
mal, ante el diablo, reconocer su poder. Es un camino rápido y cómodo para el éxito (el éxito de una
buena misión). Pero enseguida comprendemos la trampa y la contradicción. ¿Cómo extender el reinado
de Dios adorando al diablo? No es posible servir a dos señores... Y, sin embargo, no siempre lo vemos
tan claro: es la tentación de alcanzar buenos fines por medios malos: extender el Reino de Dios por
medio de la violencia, servirse de la mentira, de la injusticia... Es la tentación de la eficacia a cualquier
precio, diciéndonos que es inevitable, que todo el mundo lo hace, que si no cedes no estás en este
mundo, que no se puede ser ingenuo... Los mismos apóstoles sintieron con fuerza esta tentación: hacer
que baje fuego del cielo (cf. Lc 9, 54), tomar la espada (cf. Lc 22, 38), pugnar por ser el «mayor» (cf.
Lc 9, 46), elegir los mejores puestos junto al Maestro (cf. Mc 10, 37). También la Iglesia la siente de
múltiples formas y no puede ser de otro modo, pues la sintió el mismo Jesús. Pero la respuesta de Jesús
es clara: «Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”.» El bien sólo se puede
promover por buenos medios, y no admite componendas. Y eso significa en muchas ocasiones saber
perder, renunciar a la eficacia inmediata. No postrarse ante el mal, ante el diablo y los poderes de este
mundo (la violencia, la mentira, la injusticia) y adorar sólo a Dios significa no doblegarse, ser libre,
pero también elegir el camino estrecho y empinado que eligió Jesús, que lleva a Jerusalén, al fracaso
humano de la muerte en la Cruz.
«Encargará a los ángeles que cuiden de ti». La última tentación eleva el tiro y se dirige a Dios. Si no
quieres inclinarte ante el diablo, de acuerdo, pero al menos recurre a Dios, esto parece que sí puede
hacerse, y es acorde con la pureza de la religión. Pero esta tentación sutil no es menos malvada, pues
no se trata de someterse a Dios, sino de manipularlo, de «usarlo» en beneficio propio: la religión como
espectáculo, como magia, que invita a la fe «para que todo te vaya bien y florezcan tus negocios»; es la
relación comercial con Dios. Y parece que esta tentación era particularmente fuerte para alguien como
Jesús: no usar su poder en beneficio propio (la primera tentación), y no inclinarse ante el poder del mal
(la segunda), sino usar su poder para convencer: hacer milagros (signos sorprendentes y maravillosos)
para inducir la fe, en vez de pedir la fe para realizar signos de salvación. Se comprende que Jesús no
ceda tampoco a esta tentación: el milagro como magia y espectáculo sólo suscita la credulidad, que no
toca las fibras profundas del ser humano; mientras que él llama a la fe como confianza y apertura para
salvar por medio del amor.
La cortante respuesta de Jesús está llena de sentido: «No tientes al Señor». ¿Cómo se puede atrever el
diablo a tentar al mismo Dios? Porque Dios ha asumido la fragilidad humana. Y, entonces, también
sobre él se ha de cumplir la ley, que tantos repiten a diario y el diablo (el separador) hace suya, de que
«todo el mundo tiene un precio», todo el mundo acaba por venderse, por ceder a la tentación. Es decir;
no existe de verdad el bien, la verdad, la justicia y la honestidad: lo que parecen ideales y valores son
sólo intereses, inclinaciones egoístas y estrategias disfrazadas. Si todo hombre tiene un precio, Jesús,
verdadero hombre, tiene que tenerlo también, y por eso siente las punzadas del diablo que lo empuja a
aprovecharse, a buscar la componenda.
Tras las palabras de Jesús («no tientes al Señor») suenan de nuevo éstas: «Escúchalo». Y es que tentar
al hombre Jesús es tentar al mismo Dios. Pero no por eso deja de ser significativa la victoria de Jesús
sobre el tentador. Lo vence como hombre, pues como hombre es tentado, mostrando que no es cierto
que todo hombre tenga un precio, ni que sea imposible ser justo, o que todos los ideales sean falsos. La
tentación nos pone a prueba, es verdad, en ella podemos experimentar nuestra debilidad, pero podemos
vencerla: escuchando su Palabra, inclinándonos sólo ante Dios, acogiendo el Espíritu de filiación que
nos hace, en Cristo, hijos del Padre celestial.
Comprendemos ahora mejor, por qué el marco de este episodio de las tentaciones de Jesús (y de las
nuestras), son esas dos confesiones de fe. La fe profesada, expresada en el Bautismo, alimentada en la
escucha de la Palabra y en la adoración del único, Dios nos ayuda a no ceder ante las insidias del mal, a
elegir bienes mayores que cualquier riqueza material, a vivir en la libertad de no inclinarnos ante el
mal, a renunciar a manipular a Dios.
Las tentaciones de Jesús, que él experimenta no sólo en el desierto, sino en todo su ministerio (de ahí
las últimas y enigmáticas palabras del evangelio de hoy: “el demonio se marchó hasta otra ocasión”),
son las tentaciones que de múltiples formas todos experimentamos por nuestra condición humana. Por
ello, debemos mirarlas con prudencia, pero también con esperanza y confianza: Jesús las ha vencido,
nosotros “por Cristo, con Él y en Él” podemos vencerlas también. En Cristo, en su palabra, nos
hacemos fuertes y nos sometemos sólo al Espíritu de la verdad, el amor y la libertad, para servir, para
entregarnos sin componendas, para creer con confianza.
La tentación no es el pecado, sino la encrucijada en la que podemos elegir a Dios.
José María Vegas, cmf