S EGUNDO D OMINGO DE C UARESMA - C
Citas:
Gen 15,5-12.17-18 :
www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abuqvo.htm
Phil 3,17-4,1:
www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9a0jlbc.htm
Lc 9,28b-36:
www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9blj5ei.htm
El Domingo pasado, la liturgia nos presentó a Jesús en el desierto, combatiendo
victoriosamente contra el demonio, rechazando las grandes seducciones a las que habían cedido
nuestros primeros padres “en el comienzo”, y también el pueblo hebreo durante los cuarenta años
del éxodo.
Hoy la liturgia nos trae a Jesús en el monte de la Transfiguración, vencedor del pecado y de
la muerte, fulgurante en su divina luz. En el camino cuaresmal, el acontecimiento de la
Transfiguración es como un anticipo de la gloria pascual, que da a nuestro itinerario penitencial la
certeza de un fondo de gloria y de luz, en medio de las pruebas de nuestra vida.
El evangelista Lucas coloca este acontecimiento en el contexto de la oración. Es más, Lucas
es el único evangelista que subraya que Jesús “subi￳ al monte a orar” (9,28), tomando consigo a
Pedro, Santiago y Juan. Como si dijera: la oración es la verdadera Transfiguración, de la cual la otra
–el rostro de Jesús que “cambia de aspecto” (Lc 9,29) – no es más que la consecuencia y el fruto.
Es la profunda comunión de Jesús con el Padre, es su apertura de corazón y de mente hacia el Padre
el espacio interior y exterior que hace posible la transformación del rostro y de la persona de Jesús.
Comprendemos el evento de la Transfiguración de Jesús solamente si entramos en su oración, o sea,
en su relación profunda con el Padre y en su inmersión en el proyecto histórico del Padre, que
comprende, en un único abrazo, la antigua alianza, significada por Moisés y Elías, y la nueva,
participada por todos los creyentes, representados aquí por Pedro, Santriago y Juan.
En el texto griego de Lucas –otra característica respecto a los otros dos relatos de los
sinópticos- se dice también que el rostro de Jesús en la oraci￳n “se hizo otro ”. No dice, como en los
relatos de Mateo y Lucas, que Jesús se “transfigur￳”, sino que dice que el rostro de Jesús es otro
respecto al de cualquier otra persona. No es un detalle sin importancia. Jesús no es simplemente
Elías, o el Bautista, o uno de los profetas, sino “el Cristo de Dios” (cf. Lc 9, 19-20). Su identidad
plena no proviene de la tierra, sino del cielo. Jesús refleja en su rostro visible la gloria del Dios
invisible, porque Jesús es “Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero” (Símbolo
Niceno-constantinopolitano). Y esta gloria del Hijo de Dios se da a la Iglesia para siempre:
“nosotros hemos contemplado su gloria, gloria como del Hijo unigénito, lleno de gracia y de
verdad” (Jn 1,14).
En la oración, el rostro del hombre se hace partícipe de la alteridad de Dios. En su relación
con Dios el hombre no sale de la historia, sino que permanece en ella con una mirada distinta de la
realidad: es la mirada misma de Dios, que no se detiene en las apariencias, en la opacidad y en las
tinieblas del mundo, sino que es una mirada de luz que da sentido al todo.
Jesús ha permanecido en las dificultades de nuestra historia hasta el fin, muriendo en la cruz.
Por esto, al terminar el acontecimiento de la Transfiguraci￳n se habla de “éxodo” (otra
característica de Lucas), que evoca la salvación de Israel de Egipto, para que la muerte de Jesus esté
llena de significado pascual y salvífico.
En el monte de la Transfiguración, la nube luminosa envuelve también a los discípulos, es
decir, a la Iglesia naciente, la Iglesia de todos los tiempos y, por tanto, a la Iglesia de hoy, que
refleja –a pesar del pecado de los discípulos de Jesús- la “luz de las gentes” que es el Se￱or Jesús
(“Lumen gentium cum sit Christus…”). El acontecimiento de la Transfiguración le da al monte
Tabor un fuerte valor antropológico, porque se dice que el hombre está hecho para la luz, también
aunque se encuentre inmerso en el “valle oscuro” (salmo 23) del mal, del sufrimiento y de la
muerte. Toda la vida cristiana es un éxodo, un ir de las tinieblas a la luz, del pecado a la gracia
(sacramento de la penitencia), de las aguas de la muerte a las aguas de la vida (sacramento del
bautismo), del maná– “un alimento que no dura” (Jn 6, 27), tan es así que “vuestros padres
comieron el maná en el desierto y murieron” (Jn 6, 49). Al “ pan que baja del cielo ” (Jn 6, 50)
(sacramento de la eucaristía), del hombre exterior, que se va desmoronando, al hombre interior que
se renueva de día en día, por el cual “la leve tribulaci￳n de un instante se convierte para nosotros,
incomparablemente, en una gloria eterna y consistente (2Cor 4, 16-17).
El éxodo es el paso por la Cruz del Viernes Santo al alba de la mañana de Pascua. Es el paso
del mundo viejo, donde todo está inexorablemente expuesto a la caducidad, al mundo nuevo, al
mundo de la Pascua de Jesús, anticipada en el acontecimiento de la Transfiguración y donado
sacramentalmente en el bautismo y en la Eucaristía. La vida cristiana no es sólo espera de la gloria
futura, sino acogida de todos los destellos de luz que el Señor nos da en nuestro camino cotidiano.
Desde el día de la creación, Dios mismo, contemplando su obra, estalla en un grito de alegría:
“¡Que hermoso!”. También en nuestra existencia cotidiana el Se￱or nos da las semillas de luz y de
gloria que aclaran la oscuridad de nuestra vida: cuando encontramos a una persona amiga, cuando
contemplamos las bellezas de la creación, cuando admiramos una obra de arte, cuando
experimentamos la maravilla de una música, cuando nos enriquecemos con un escrito sabio, cuando
dos esposos se aman... Cuando tenemos la experiencia de lo “bello”, de lo “verdadero” y del “bien”,
entonces encontramos una luz distinta de las luces efímeras del mundo que pasa. Estas luces son
como un “Evangelio abreviado”, un peque￱o Tabor, un pedacito de cielo que nos ayuda a caminar
en el valle de nuestra vida sin dejarnos atrapar por la disconformidad, por el miedo, por el peso de
los acontecimientos.
La Transfiguración trae consigo otro don: es la voz del Padre, que no solo declara la identidad
de Jesús: Éste es mi Hijo, el elegido, como había sucedido en el bautismo en el Jordán, sino que
agrega: “¡Escuchadlo!” (Lc 9,35). El gran mandamiento que Dios había dado a Israel, el Shemà
Israel ( “Escucha Israel: el Se￱or es nuestro Dios, es el único Se￱or” Dt 6,4), se realiza por
completo en Jesús: en Él se ha hecho visible la Palabra de Dios, se a hecho carne y voz. En Él
resuena la plenitud de la Palabra del Padre, una Palabra a la que no podemos ponerle nuestros
límites, que no es manipulable por las modas y por los cambiantes intereses mundanos, que no es
efímera y pasajera como las palabras humanas, porque “cielo y tierra pasarán, pero mis palabras
no pasarán” (Mt 24,35).
La eucaristía dominical es como un Tabor semanal, que nos permite tener una luz distinta en
el ritmo de nuestro vivir. En la divina liturgia, Jesús se hace una vez más luz que ilumina nuestro
camino, dándonos su Palabra y su Carne. Y de este modo nuestra vida también se hace distinta
porque es transfigurada por la gloria del Señor resucitado.