Comentario al evangelio del Domingo 24 de Febrero del 2013
Subir al monte para escuchar la Palabra
El hecho extraordinario de la
Transfiguración, que atrae toda nuestra atención, no debe hacernos olvidar que Jesús, junto con Pedro,
Santiago y Juan, subió a lo alto de la montaña “para orar”. Es decir, todo lo que sucede en el monte de
la Transfiguración hay que situarlo en un contexto de oración. Tal vez, por esto mismo, lo que precede
a este “retiro de oración” de Jesús con los discípulos más cercanos es un camino empinado.
Ciertamente, la vida de oración se puede comparar con la subida a un monte, como de manera
insuperable la describió Juan de la Cruz. Subir una montaña tiene algo de fascinante, de desafío y de
aventura. La cima, vislumbrada de lejos, atrae y promete vistas inimaginables desde la comodidad del
valle. Pero, una vez acometido el ascenso, se experimenta enseguida la dificultad de la empresa. La
montaña protege su misterio y parece oponerse a la conquista. Para subir la montaña hace falta una
voluntad de hierro, perseverancia, inteligencia para dosificar el esfuerzo, y también fe. Porque, en
cuanto uno se adentra en la falda del monte, la cima, meta del esfuerzo, se pierde de vista. Y
frecuentemente sucede que, cuando se piensa que la cima está ya ahí, tras la próxima loma, una vez
superada ésta, aquella se ha desplazado de nuevo a varios cientos de metros más arriba.
No es cierto, como piensan y dicen algunos, que la oración es actividad de débiles, que buscan no sé
qué refugios huyendo de las dificultades de la vida. Lo cierto es que la vida de oración es posible sólo
si se tiene una voluntad de hierro, perseverancia y fe en que existe la meta, la cima que se oculta a
nuestra vista. Ese ocultamiento, la sequedad, los largos periodos en los que “no se siente nada”, nos
incitan a abandonar, a pensar que el esfuerzo no merece la pena, que es inútil, que es mejor no
complicarse la vida (en el valle de la superficialidad, al fin y al cabo, la vida es más fácil). Las
dificultades de la vida de oración son, además, a veces, incluso más duras de afrontar que muchas de
las que se presentan en la vida cotidiana, porque tienen que ver con las propias sombras y limitaciones,
que tanto nos cuesta mirar, reconocer y asumir. El verdadero encuentro con Dios tiene poco que ver
con huidas de dificultades cotidianas (que, en todo caso, ahí seguirán, esperándonos) y mucho con el
afrontamiento de la propia verdad, que no siempre nos halaga, aunque sea la condición de la verdadera
aceptación de sí y de los demás. Que existan formas superficiales, ficticias, morbosas o desviadas de
oración, como en todo lo humano, no quita nada de lo dicho, porque la enfermedad en ningún caso
puede ser criterio y norma de la salud.
Es verdad, por otro lado, que el esfuerzo, como el de la subida a la montaña, merece la pena (que pena,
hay, y no poca). Igual que desde la cima vemos paisajes y perspectivas inaccesibles desde abajo,
también la verdadera vida de oración nos abre los ojos y nos hace comprender lo que es imposible ver
“a ras de tierra”, instalados en la superficialidad. Que Jesús es el Mesías, es decir, mucho más que un
hombre extraordinario en sentido religioso o moral, que es el Hijo de Dios, la Palabra hecha carne y
“el único nombre bajo el cielo dado a los hombres para nuestra salvación” (Hch 4, 12), todo esto no es
posible reducirlo sólo a un “artículo de fe” aceptado más o menos teóricamente, por tradición o por
inercia, pero que, en el fondo, nos trae sin cuidado porque no incide en modo alguno en nuestra vida
real. Para poder creer en esto de verdad es necesario frecuentar el trato con Jesús, acudir a su llamada,
hacer con él el duro camino hacia la cima del monte. Sólo entonces el “artículo de fe” se ilumina, y
“vemos” con los ojos de la fe viva que esto es así, que Jesús es realmente nuestro Salvador y Mesías.
Para ello, es importante, como nos enseña hoy el mismo Cristo, alimentar nuestra oración con la
Palabra de Dios. La Transfiguración (la luz que ilumina el misterio del hombre Jesús) acontece como
un diálogo de Jesús con Moisés y Elías, es decir, la Ley y los Profetas, con todo el Antiguo
Testamento. Toda la Biblia, en el fondo, habla siempre y sólo de Jesús: el Antiguo Testamento de
manera latente, el Nuevo, de forma patente. Y es que Jesús mismo es la Palabra encarnada en la que
Dios nos habla de manera definitiva y para siempre.
Ahora bien, no hay que pensar que, tras el duro esfuerzo de la subida, envueltos en la luz de la
Transfiguración, todo se convierte en color de rosa. El Dios que nos habla en Jesucristo no nos regala
los oídos. El tema de conversación de Jesús con Moisés y Elías no es fácil ni sencillo: “hablaban de su
muerte, que iba a consumar en Jerusalén.” Aunque la cruz aparece aquí iluminada por la luz de la
Transfiguración, que anticipa la victoria de la Resurrección, no es fácil de asumir ni siquiera en este
contexto. No en vano Pablo, en la carta a los Filipenses, arremete hoy con dureza contra los enemigos
de la cruz de Cristo. No se trata de judíos que han rechazado a Cristo, ni de gentiles que no lo conocen,
se trata de cristianos, de creyentes como nosotros, pero que buscan caminos religiosos alternativos,
hechos tal vez de prácticas y tradiciones, con las que tratan de esquivar o sustituir el escándalo de la
Cruz. Pero en el seno de la Iglesia y de la fe en Cristo, practicas y tradiciones tienen sentido sólo si
llevan a la comprensión y la aceptación de la Cruz de Cristo que es la de cada uno, aunque,
evidentemente, iluminada por la fe en la Resurrección que transfigura y da sentido a aquella. Es
precisamente participando en la muerte y la resurrección de Jesucristo, y no por otras vías, ni mediante
otras prácticas, como Dios transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo
glorioso.
Podemos comprender que la cima de la oración y la luz que nos embarga en ella no es un refugio en el
que podemos quedarnos para siempre. Es cierto que esa tentación puede existir, como parecen dar a
entender las palabras de Pedro (que, apostilla el evangelista, “no sabía lo que decía”). Pero la
verdadera oración cristiana es escucha y acogida de la Palabra que nos ha hablado, de Jesucristo, el
Hijo primogénito del Padre. Y esa Palabra nos invita a volver a bajar al valle, al encuentro con los
demás, a caminar con ellos. Así pues, del Tabor hay que descender para seguir camino hacia Jerusalén
y subir a otro monte, al monte de la Calavera, acompañando a Jesús cargado con la cruz. La luz de la fe
se nos regala para poder mantenernos en los momentos de oscuridad y dificultad, en los momentos de
la prueba, para, con la luz recibida, superar el escándalo de la cruz, y fortalecer a los más débiles.
Cuando llegan las dificultades (y llegan siempre) es preciso saber “ser fieles a los momentos de luz”.
Esto se aplica a la fe personal y a las dudas que pueden surgir, y también a la relación con la Iglesia, a
las relaciones familiares, a la profesión, a toda nuestra vida personal y cristiana. Ser fieles a los
momentos de luz significa reconocer a Cristo también en la Cruz, y escucharlo acogiendo su palabra
también en los momentos de oscuridad.
Podemos entender por qué, de modo tan significativo, los catecúmenos reciben en este segundo
domingo de Cuaresma el Evangelio (la luz de la Palabra) y la Cruz. Todos, junto a ellos, estamos
invitados a renovar nuestra fe acogiendo también de corazón la Palabra precisamente de “de su muerte,
que iba a consumar en Jerusalén”.
José María Vegas, cmf