Tercer Domingo de Cuaresma C
“Bendice al Señor alma mía” (Sal. 103)
La liturgia de hoy nos hace poner la atención en la conversión y le hace decir al cristiano:
“Bendice alma mía al Señor y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura
todas tus enfermedades…El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos” (Sal. 103).
Convertirse es volverse al Señor de todo corazón, reconocer que Jesús es el Señor y Salvador
y solamente a Él rendirle culto. La conversión es una aventura que tiene como actor al hombre
y a Dios. Dios que le llama y el hombre que responde y que respondiendo acepta purificar su
corazón y entregárselo a Dios, sabiendo por la Iglesia que en ese proceso de conversión no
está solo, la gracia le acompaña, es decir que tiene en su interior toda la fuerza de Dios.
Quien tiene deseos de conversión abre su corazón a Dios y con Él comienza un diálogo de
amistad. Dios -que conoce al hombre y las ataduras de su corazón- le da las fuerzas
necesarias con su amistad y su palabra para poder desprenderse de ellas.
Podríamos decir que la conversión es una aventura que el hombre comienza con Dios, como
Moisés, que escuchando a Dios en la zarza ardiente (Ex. 3, 1-8ª.13-15), se lanzó a la aventura
de sacar al Pueblo de Israel de la opresión del pueblo de los egipcios y lo llevó al desierto. Dios
tenía la finalidad no solamente de sacar al pueblo de la opresión sino que quería purificarlo del
contacto con un pueblo pagano y aún más, de purificar sus costumbres, de desapegar su
corazón de los bienes terrenos para conducirlo a una religión más pura, a un contacto con Dios
más puro e íntimo.
El éxodo del pueblo elegido es figura del itinerario que debemos caminar los cristianos:
lanzarnos a una aventura de conversión dejando de lado los bienes terrenos para ir logrando
un contacto más íntimo y puro con Dios y los cristianos estamos llamados de un modo especial
a esta aventura sobre todo en el tiempo de cuaresma.
San Pablo recordando los beneficios extraordinarios que tuvo el pueblo elegido en el desierto
escribe: “todos comieron el mismo alimento espiritual y todos bebieron la misma bebida
espiritual…pero no todos agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el
desierto” (1ª Cor. 10, 3-5). Ese fue el final triste de una aventura truncada, de un diálogo
interrumpido, de una fidelidad no incondicional. Así puede ser esta aventura, esta carrera para
muchos cristianos…¡quedarse en el camino! El mismo San Pablo nos dice que ha corrido la
buena carrera, que ha logrado llegar a Cristo y llevarlo en su corazón; corazón que tuvo que
sufrir la conversión despegándose de todo lo que le daba poder y bienestar, corazón que tuvo
que sufrir por Cristo.
El cristiano tiene que tener la firmeza de un diálogo íntimo y sincero con Dios, dejarle a Él y a
su gracia, que limpie y transforme el corazón, que le impulse a una buena carrera para lograr a
Cristo en su vida, que lo eleva en su dignidad y en su capacidad de trasformar las estructuras
de su propio ambiente y lugar de vida.
No podemos perder el tiempo, la conversión del corazón nos urge, frente a tantos problemas y
dificultades que el hombre de hoy vive. Tenemos que tener conciencia de que nosotros en
Cristo podemos no sólo transformarnos, sino también transformar la cultura en la que estamos
metidos, instar a los hombres a vivir de otra manera y a reconocer a Dios en sus vidas. Cristo
nos llama a todos a la conversión del corazón.
Que María, la Madre de Dios, nos acompañe en este camino de conversión del corazón a Dios
Nuestro Señor.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú