Ciclo C: IV Domingo de Cuaresma
Alfonso Berrade, C.M.
Una historia de familia
Una de las escenas más emocionantes del evangelio es, sin duda, esa de ver correr
al Padre al encuentro del hijo desarrapado que vuelve a la casa paterna tras larga
ausencia. No piensa el Padre en el desprecio que le hizo el hijo cuando lo dejó con
la palabra en la boca y le dio la espalda. No piensa en que le gastó la mitad de su
fortuna. ¡Ha vuelto a casa, de nunca debió haberse ido como lo hizo!
Sin duda conocemos historias de familia parecidas a la narrada en el evangelio.
También existen historias parecidas en la vida de la familia eclesial. Si la familia
vive más la legalidad que el amor, es fácil que los hijos busquen liberarse de la ley.
Desde que uno entra en la adolescencia quiere quitarse de encima amarras. Yo soy
yo, no soy mi padre, ni mi madre ni hermanos ni nada. ¡Soy libre! Ah, ¿tengo
derecho a algo de la familia? Pues me lo dan. ¡Adiós!
Y en la vida de la Iglesia nos pasa algo parecido. No se vive el amor sino las
normas, leyes, mandatos, obligaciones. ¡Ya está bien! Me echo el mundo por
montera y vivo la libertad total y absoluta. ¿Acaso no se ve que los “liberados de
normas religiosas”, los que no andan preocupados por la moral, viven mejor que los
demás? Pues yo me apunto a ese grupo. Y se van de la Iglesia. Se llevan lo que tal
vez de niños recibieron, una oración por la noche y algunas frases que indican que
a veces piensan en Dios.
La escapada de la casa paterna es fácil. Nadie te detiene. Y se empieza a vivir con
el bagaje humano, cultural y social que uno tiene. Se va creyendo que no estorba a
nadie y por tanto nadie le exige nada. Mientras tiene algo, le gente le sigue y
comparte. Pronto va cancelando su almacén de humanidad. Se queda solo y la
soledad es el mayor mal que le puede sobrevenir a un ser humano. ¿Con quién
conversar, andar y compartir? No le queda nadie, solo el cuidar cerdos, a los que
llega a envidiar. El ambiente empuja a un nivel inferior al humano.
¿Se puede seguir viviendo así? Una chica condenada por terrorismo que se declara
atea. La veo acudir a la misa en el penal. La abrazo y le hablo. ¡Qué gusto verte en
la misa! Sí, me emociono recordando mi niñez y que cantaba algunos de esos
cantos. El recuerdo de su casa eclesial abandonada la está emocionando. Sin duda
que volverá de verdad a los brazos del Padre Dios. Criminales, traficantes,
personajes rotos y de vida escandalosa se emocionan ante la celebración de la
presencia de Dios. Nadie echa tan en falta el amor como quien lo tuvo abundante y
lo ha perdido. Es la obsesión por la vuelta. Pero piensa, ¿Me recibirán o me echarán
en cara mis locuras? No me importa, no puedo más, necesito ser amado y amar. Sé
que los de mi casa, mi Iglesia, mi Dios me amarán y seré feliz aunque sea simple
empleado.
Los que oficialmente nos hemos quedado en la casa paterna ¿Seremos generosos,
nos alegraremos con la vuelta de nuestros hermanos descarriados? Si nosotros
vivimos la alegría de la relación de amor con Dios y con la comunidad, seremos
capaces de organizar una gran fiesta para nuestros hermanos que resucitan. Pero si
nosotros nos hemos quedado en casa por miedo, por egoísmo o por herencias, es
casi seguro que no entraremos a la gran fiesta que Dios prepara a nuestros
hermanos vueltos a la vida. Lo escuché de muchacho: “Si el hijo pródigo hubiera
sabido cómo lo iba a recibir su hermano, se hubiera quedado cuidando cerdos”.
¡Nuestras comunidades deben vibrar con el ansia de ver de vuelta a los hermanos!
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)