Domingo V de Cuaresma del ciclo C.
Amemos a los hijos de dios, y evitemos el hecho de juzgarlos.
Ejercicio de lectio divina de JN. 8, 1-11.
1. Oración inicial.
Estimados hermanos y amigos:
Olvidemos durante unos minutos nuestras preocupaciones, y meditemos el
Evangelio correspondiente a este Domingo V de Cuaresma del ciclo C.
Dios es el centro de nuestra vida, así pues, para interiorizar su Palabra, y sentir el
deseo de cumplir su voluntad, necesitamos meditar la biblia en estado de
recogimiento, sin permitir que nuestras preocupaciones ordinarias nos distraigan.
No podremos realizar este ejercicio de meditación provechosamente, si no nos
olvidamos de nuestros problemas ordinarios mientras reflexionamos.
Meditemos el Evangelio de hoy desde el punto de vista de todos los personajes
que aparecen en el relato que vamos a considerar.
Pidámosle al Espíritu Santo que nos ilumine para que podamos vislumbrar el
mensaje que el Señor nos transmite en el relato joánico que vamos a considerar.
Oremos:
Espíritu Santo, amor que procedes de Nuestro Santo Padre y de Jesucristo,
Nuestro Redentor, ilumina nuestro entendimiento, para que podamos comprender
el fragmento del cuarto Evangelio que vamos a considerar.
Haznos comprender que no podemos interpretar el designio divino de Nuestro
Santo Padre sin tu ayuda.
Renueva nuestra mentalidad para que cada día seamos más semejantes a
Jesucristo, Nuestro Señor y Salvador, a quien deseamos imitar.
Concédenos tus dones para que cada día ansiemos más el hecho de alcanzar la
divina perfección de Nuestro Santo Creador.
Irrumpe en nuestra vida, haznos aborrecer el mal, e incúlcanos tu santo temor,
para que te amemos y respetemos, y así nos sintamos motivados a vivir bajo tu
santa inspiración. Amén.
2. Leemos atentamente JN. 8, 1-11, intentando abarcar el mensaje que San Juan
nos transmite en el citado pasaje de su Evangelio.
El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra
Lectura del santo evangelio según san Juan 8, 1-11
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer
se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les
enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y,
colocándola en medio, le dijeron:
—«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.
La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?»
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
. «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.»
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo
uno a uno, empezando por los más viejos.
Y quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó: —«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?;
¿ninguno te ha condenado?»
Ella contestó:
—«Ninguno, Señor.»
Jesús dijo:
—«Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.»
2-1. Permanecemos en silencio unos minutos, para comprobar si hemos
asimilado el pasaje bíblico que estamos considerando.
2-2. Repetimos la lectura del texto dos o tres veces, hasta que podamos
asimilarlo, en conformidad con nuestras posibilidades de retener, si no todo el
texto, las frases más relevantes del mismo.
3. Meditación de JN. 8, 1-11.
3-1. Jesús oraba constantemente.
“Y Jesús se fue al monte de los Olivos” (JN. 8, 1).
Jesús fue un gran predicador. El Señor les predicaba el Evangelio a las multitudes
durante las horas que se prolongaban los días, instruía a sus Apóstoles en el
conocimiento de Dios y de su Evangelio durante las noches, y oraba durante las
horas que antecedían a la llegada de los nuevos días. He aquí lo que nos dice San
Lucas que sucedió, la noche anterior al día en que Nuestro Señor eligió a sus
Apóstoles:
“En aquellos días él fue al monte a orar, y pas￳ la noche orando a Dios” (LC. 6, 12).
La oración de petición es un indicio de que tenemos una gran confianza en Dios.
Jesús creía plenamente que Nuestro Santo Padre escuchaba sus oraciones. Esta es
la causa por la que el Señor les dijo a sus oyentes en cierta ocasión:
“Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá;
porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le
abrirá. ¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿o si
pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le
dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a
vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que
se lo pidan?” (LC. 6, 10-13).
Si nosotros que por causa de nuestra imperfección no podemos compararnos con
Dios, somos capaces de amar con un amor inferior al amor que Nuestro Padre
común siente por nosotros, y en ciertos casos hacemos el bien sin importar el
riesgo que ello nos suponga, ¿nos desamparará Dios en nuestras necesidades?
Jesús no nos dice solo que Dios nos concederá lo que le pidamos en oración cuando
ello convenga a nuestra salvación, sino que nos enviará a su Espíritu Santo,
cumpliendo así el siguiente texto profético:
“Ni nunca oyeron, ni oídos percibieron, ni ojo ha visto a Dios fuera de ti, que
hiciese por el que en él espera” (IS. 64, 4).
Jesús tenía la costumbre de orar en el huerto de los Olivos. En aquella propiedad
de José de Arimatea fue donde sus enemigos lo prendieron mientras oraba.
“Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes
gotas de sangre que caían hasta la tierra” (LC. 22, 44).
Jesús amaba sus ratos de oración, por ello deseaba tener el privilegio de estar en
los sitios donde podía dirigirse a Nuestro Santo Padre tranquilamente, sin límite de
tiempo, y sin ninguna causa que interrumpiera su retiro espiritual.
Contemplemos a Jesús orando. Percibamos la ternura con que Nuestro Señor
oraba insistentemente, y pensemos si somos grandes almas de oración, o si, por el
contrario, a duras penas rezamos tarde, mal y nunca, porque aducimos muchos
pretextos, antes de reconocer que no oramos, porque nuestra fe es muy pequeña.
3-2. La morada de Dios.
“Y por la ma￱ana volvi￳ al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les
ense￱aba” (JN. 8, 2).
Cuando el Domingo III de Cuaresma del ciclo B recordamos el episodio de la
expulsión de los vendedores y cambistas de monedas del templo de Jerusalén por
parte de Jesús (JN. 2, 13-25), también recordamos que el verdadero Templo de
Yahveh es su Hijo Jesucristo. Ninguna persona ni ninguna doctrina pueden
alcanzarnos la salvación divina tal como lo hizo Jesús, a través de su Pasión,
muerte y Resurrección. Unidos a Cristo, llegamos a ser la verdadera morada de
Dios.
Jesús sabía que su doctrina era novedosa, y que, para sus hermanos de raza, el
templo jerosolimitano seguía siendo el centro del poder político-religioso, desde el
que debía dirigirse a los judíos, con tal de poder predicarles el Evangelio de
salvación.
Siguiendo la costumbre de los maestros de Israel, Jesús predicaba sentado,
mientras la gente le escuchaba de pie. Jesús no predicaba sentado para hacer
ostentación de su grandeza, sino para darles a entender a sus oyentes que Él es el
único a quien debemos llamar Maestro con toda justicia, según leemos sus
palabras, en el Evangelio de San Mateo.
“Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el
Cristo, y todos vosotros sois hermanos” (MT. 23, 8).
¿Es Jesús nuestro Maestro de espiritualidad, o nos dejamos persuadir por quienes
contradicen a Dios imponiéndonos su forma de pensar?
3-3. La trampa.
“Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en
adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido
sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear
a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” (JN. 8, 3-5).
Veamos lo que decía la Ley de Moisés que había de hacerse con los adúlteros.
“Si un hombre cometiere adulterio con la mujer de su pr￳jimo, el adúltero y la
adúltera indefectiblemente serán muertos” (LV. 20, 10).
“Si fuere sorprendido alguno acostado con una mujer casada con marido, ambos
morirán, el hombre que se acostó con la mujer, y la mujer también; así quitarás el
mal de Israel. Si hubiere una muchacha virgen desposada con alguno, y alguno la
hallare en la ciudad, y se acostare con ella; entonces los sacaréis a ambos a la
puerta de la ciudad, y los apedrearéis, y morirán; la joven porque no dio voces en
la ciudad (pidiendo ayuda), y el hombre porque humilló a la mujer de su prójimo;
así quitarás el mal de en medio de ti” (DT. 22, 22-24).
Puede ser curioso el hecho de que los judíos le presentaran a Jesús a una mujer
sorprendida cometiendo adulterio, y que no le presentaran al hombre que estaba
con ella. De este hecho podemos deducir que, más que aplicarle la Ley a dicha
mujer, los enemigos del Señor, querían utilizarla, para hacerle daño a Nuestro
Salvador.
Los judíos le pidieron a Jesús que juzgara a una víctima de la consecución del
interés de desprestigiarlo a quien se negó a condenar, porque ellos habían tomado
la decisión de lapidarla.
Jesús tenía que ser muy astuto para no caer en la trampa que le tendieron sus
enemigos. Si el Señor les daba la razón a quienes querían aplicarle la Ley a la
mujer adúltera, ellos le acusarían de no defender a los pecadores, enfermos y
desposeídos, que, en su mayoría, constituían el grupo de seguidores de Nuestro
Redentor. Además, si Jesús decía que debían apedrear a dicha mujer, se le podría
acusar ante el poder romano de incumplir su Ley, ya que los colonizadores no
permitían que los judíos les aplicaran la pena de muerte a quienes juzgaban. Si, por
el contrario, Jesús exculpaba a la adúltera de que se le aplicara la Ley, se le podía
acusar de transgredir la Ley mosaica.
3-4. Jesús escribió en el suelo.
“Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el
suelo, escribía en tierra con el dedo” (JN. 8, 6).
¿Qué escribió Jesús en el suelo? San Juan no responde esta pregunta en el relato
que estamos considerando. Hay quienes sugieren que el Señor escribió los
Mandamientos del Decálogo, y hay quienes piensan que no escribió nada, sino que
dejó pasar los minutos en las dos ocasiones en que se limitó a escribir en el suelo,
con tal de lograr que sus acusadores se examinaran a sí mismos.
3-5. El examen de conciencia.
“Y como insistieran en preguntarle, se enderez￳ y les dijo: El que de vosotros
esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de
nuevo hacia el suelo, sigui￳ escribiendo en tierra” (JN. 8, 7-8).
Jesús logró someter a sus enemigos a un riguroso examen de conciencia, y volvió
a escribir en el suelo, para que, quienes se fueron avergonzados por causa de sus
actos pasados, no se sintieran acusados ni espiados por El. A este respecto, no deja
de impresionarnos la manera tan fina en que hilaba Nuestro Salvador.
Detengámonos unos minutos a considerar si despreciamos a quienes son de una
raza diferente a la nuestra, a las mujeres o a cualquier otro colectivo de personas.
Metámonos espiritualmente, tanto en la piel de la mujer adúltera que temía por
su vida, como en la vida de quienes son injustamente marginados.
Examinemos nuestra conducta, para ver si aplicamos a nuestra vida, las
siguientes palabras de San Pablo:
“Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque
todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (GÁL. 3, 28).
3-6. Enmendemos nuestros errores.
“Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando
desde los más viejos hasta los más postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que
estaba en medio” (JN. 8, 9).
Los acusadores de la adúltera se fueron al pensar en sus pecados. Los primeros
en rectificar su conducta fueron los mayores, quienes, por su edad, tenían fama de
ser más sabios que los demás, y debían ser por ello muy estimados, e imitados por
los jóvenes y carentes de experiencias vitales.
¿Son nuestros jóvenes ejemplos a imitar por los niños?
¿Somos los cristianos adultos ejemplos a seguir para quienes serán la generación
del futuro?
¿Es nuestra fe grande y fiable como para conseguir que los no creyentes se
acerquen al Señor?
Contemplemos a los acusadores de la adúltera dejando solos a Jesús y a la citada
mujer, y, en el caso de que discriminemos a alguien, tomemos la decisión de
aceptarle, porque tiene deberes que cumplir y derechos que le asisten. Evitemos
despreciar a quienes son diferentes a nosotros.
3-7. Mujer, ¿dónde están tus acusadores?
“Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿d￳nde
están los que te acusaban? ¿Ninguno te conden￳?” (JN. 8, 10).
Jesús no se enderezó hasta que se percató de que estaba solo con la adúltera. El
Señor le preguntó a dicha mujer dos veces por sus acusadores, para prepararla a
aprender algo muy importante, lo cual es sentir la tranquilidad y satisfacción que
aporta el hecho de vivir cumpliendo la voluntad de Dios, y, por consiguiente,
evitando las ocasiones de pecar.
Por su parte, la adúltera sabía que ninguno de sus acusadores la había
condenado, pero, ¿qué haría Jesús de su vida?
3-8. Vete, y no peques más.
“Ella dijo: Ninguno, Se￱or. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no
peques más” (JN. 8, 11).
¿Por qué no condenó Jesús a la adúltera, si la Ley de Moisés, -de la que se creía
había sido escrita en parte por el dedo de Dios-, exigía la lapidación de las mujeres
que se prostituían, y cometían adulterio?
San Juan contesta la pregunta que nos hemos planteado en su Evangelio, con las
siguientes palabras de Jesús:
“Porque de tal manera am￳ Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para
que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no
envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea
salvo por él” (JN. 3, 16-17).
Quien cree en Jesús y le ama, merece el perdón de sus pecados y la aceptación
por parte de Dios. Recordemos lo que Jesús dijo con respecto a la pecadora pública
que vertió perfume sobre sus pies, y se los enjugó con sus cabellos.
“Sus muchos pecados le son perdonados, porque am￳ mucho; mas aquel a quien
se le perdona poco, poco ama” (CF. LC. 7, 47).
No importa la gravedad de nuestros pecados a la hora de acercarnos a Jesús,
pues, cuanto más se nos perdona, mayores son nuestra deuda y nuestro amor para
con el Dios Uno y Trino.
Cuando celebremos la Vigilia pascual durante la noche del Sábado de Gloria,
oiremos el siguiente texto, que forma parte del pregón pascual:
Necesario fue el pecado de Adán,
Que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!
3-9. Si hacemos este ejercicio de lectio divina en grupos, nos dividimos en
pequeños subgrupos para sacar conclusiones tanto del texto bíblico que hemos
meditado como de la reflexión que hemos hecho del mismo, y, finalmente, los
portavoces de los subgrupos, hacen una puesta en común, de las conclusiones a
que han llegado todos los grupos, tras la cual se hace silencio durante unos
minutos, para que los participantes mediten sobre lo leído y hablado en los grupos,
individualmente.
3-10. Si hacemos este ejercicio individualmente, consideramos el texto
evangélico y la meditación del mismo expuesta en este trabajo en silencio, con el
fin de asimilarlos.
4. Apliquemos la Palabra de Dios expuesta en JN. 8, 1-11 a nuestra vida.
Responde las siguientes preguntas, ayudándote del Evangelio que hemos
meditado, y de la meditación que aparece en el apartado 3 de este trabajo.
¿Por qué tenía Jesús la costumbre de orar?
¿Qué significaba el templo de Jerusalén para los judíos?
¿Qué significan para nosotros los templos en que celebramos la Eucaristía?
¿Cuál es el Templo en que vive y se manifiesta Dios?
¿Contradice a Jesús el hecho de que consideremos que nuestra iglesia (el templo
en que celebramos la Eucaristía) es la casa de Dios?
¿Por qué predicaba Jesús sentado, y sus oyentes le oían de pie?
¿Nos hemos preguntado por qué celebramos la Eucaristía adoptando las posturas
de estar sentados y de pie?
¿Nos hemos aprovechado de las circunstancias dolorosas de alguien para
conseguir algún propósito contrario al cumplimiento de la voluntad de Dios?
¿Creemos que seremos salvos porque tenemos fe en Dios, o pensamos que
podemos comprar la salud de nuestra alma, cumpliendo los Mandamientos de Dios
y de su Santa Iglesia?
¿Hacemos el bien porque amamos a Dios y a nuestros prójimos, o porque el
cumplimiento de los preceptos bíblicos y eclesiásticos nos obliga a ello?
En el caso de marginar a algún colectivo de personas, ¿nos disponemos a
aceptarlas y a no impedir su crecimiento personal y desarrollo social?
¿Somos piadosos con quienes se arrepienten de sus pecados, o vivimos
echándoles sus culpas en cara, para que nunca puedan superar las vivencias
difíciles y dolorosas del pasado?
¿Somos conscientes de que para que se nos perdonen nuestros pecados cuando
nos confesamos, debemos adoptar el propósito de asemejar nuestra vida a la de
Jesús, en cuanto ello nos sea posible, por obra y gracia del Espíritu Santo?
5. Lecturas relacionadas.
5-1. Somos responsables de la santificación de nuestros prójimos los hombres.
“Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel; oirás, pues, tú
la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte.
Cuando yo dijere al impío: De cierto morirás; y tú no le amonestares ni le
hablares, para que el impío sea apercibido de su mal camino a fin de que viva, el
impío morirá por su maldad, pero su sangre demandaré de tu mano.
Pero si tú amonestares al impío, y él no se convirtiere de su impiedad y de su mal
camino, él morirá por su maldad, pero tú habrás librado tu alma.
Si el justo se apartare de su justicia e hiciere maldad, y pusiere yo tropiezo
delante de él, él morirá, porque tú no le amonestaste; en su pecado morirá, y sus
justicias que había hecho no vendrán en memoria; pero su sangre demandaré de tu
mano.
Pero si al justo amonestares para que no peque, y no pecare, de cierto vivirá,
porque fue amonestado; y tú habrás librado tu alma” (EZ. 3, 17-21).
5-2. Amémonos unos a otros, porque Dios es amor.
“Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que
ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios;
porque Dios es amor” (1 JN. 4, 7-8).
6. Contemplación.
Contemplemos a Dios, que envió a su Hijo al mundo, no para que condenara a la
humanidad herida por el pecado, sino para ponerse en el lugar de quienes son
marginados, para ser nuestro ejemplo a imitar.
Contemplemos a Jesús, que se apiadó de la mujer adúltera, porque vino al
mundo a ser tratado como merecedor de un gran castigo, para demostrarnos que
Dios nos ama.
Contemplemos a la mujer adúltera, cuando temió por su vida, y cuando sus
acusadores decidieron no apedrearla porque también ellos habían incumplido la
voluntad de Dios, y Jesús la perdonó, diciéndole que no volviera a incurrir en
ningún pecado.
Contemplémonos a nosotros, pues, según las circunstancias que vivamos,
podemos ocupar el lugar de la pobre adúltera, o actuar como sus acusadores, tanto
a la hora de acusarla, como a la hora de no asesinarla tras hacer un minucioso
examen de conciencia, y tenemos el deber de amar a nuestros prójimos los
hombres, con tal de llegar a ser perfectos imitadores de Nuestro Salvador.
7. Hagamos un compromiso que nos impulse a vivir las enseñanzas que hemos
extraído de la Palabra de dios, expuesta en JN. 8, 1-11.
Obedezcamos al Apóstol San Pablo, quien nos dice:
"Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados" (EF. 5, 1).
"Y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado
según Dios.
Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo,
porque somos miembros los unos de los otros.
Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al
diablo.
El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es
bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad.
Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la
necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes.
Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día
de la redención.
Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda
malicia.
Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros,
como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo" (EF. 4, 23-32).
Escribamos nuestro compromiso para recordarlo constantemente, y, según lo
cumplamos, aumentará nuestro amor a Dios, y a sus hijos los hombres.
8. Oración personal.
Después de hacer unos minutos de silencio, expresamos verbalmente lo que
pensamos, con respecto al texto bíblico que hemos considerado, y a la reflexión del
mismo que hemos hecho.
Ejemplo de oración personal:
Señor Jesús: En este día en que nos recuerdas que debemos perdonarnos unos a
otros y evitar juzgarnos para que podamos formar parte de la familia del Dios Uno
y Trino, ayúdanos a vencer tales tentaciones, que amenazan con impedirnos ser
dignos, de vivir en la presencia, de Nuestro Padre común.
9. Oración final.
"Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado.
Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad,
Y en cuyo espíritu no hay engaño.
Mientras callé, se envejecieron mis huesos
En mi gemir todo el día.
Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano;
Se volvió mi verdor en sequedades de verano.
Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad.
Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová;
Y tú perdonaste la maldad de mi pecado" (SAL. 32, 1-5).
Nota: He utilizado en esta meditación el leccionario de la Misa y la Biblia Reina
Valera del año 1960, ya que el presente trabajo será leído por cristianos de
diferentes denominaciones.
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com