IV DOMINGO CUARESMA C
Le vio venir de lejos
Jesús escandalizaba a los bienpensantes por su trato con pecadores y gente de
mala fama. Esa es la razón que motiva la parábola, llamada del hijo pródigo, que se
introduce con estas palabras: « Solían acercarse a Jesús los publicanos y los
pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: "Ése
acoge a los pecadores y come con ellos". Entonces Jesús les dijo esta parábola..
Un padre y dos hijos: Un día, el menor, dando un portazo, se largó de casa, no sin
antes haber exigido su parte e de la herencia. Quería vivir su vida. Pensaba
seguramente que la sombra del padre era un obstáculo a su realización humana.
Entró así en una loca carrera consumista. Sin referentes de sentido, sin otra norma
que las apetencias inmediatas, la tiranía de sus propios deseos le convirtió en un
potro desbocado. Es la imagen viva de del hombre desvinculado del que hablan hoy
los sociólogos, para el que todo – vínculos, compromisos éticos….- queda
supeditado al supremo bien, que es su propio gusto.
En poco tiempo dilapidó la herencia. Y ahí está ahora solo, curvado sobre sí mismo,
insatisfecho en medio de las cosas, sin siquiera tener acceso a la ración de droga
diaria que le dejaba cada vez más hambriento. Cayó tan bajo que llegó a sentir
envidia de los cerdos que hozaban en la falda del monte. Viajero solitario de un
camino sin meta, en realidad no sólo huía del padre que le resulta molesto y
exigente, huía también de sí mismo. Ni las cosas por las cosas, ni la droga, ni el
sexo desprovisto de amor pueden llenar el ansia de felicidad.
El camino del retorno no fue fácil. Los lazos de la pasión son sutiles, y cuando se
descubren tienen el grosor de una cadena. El reconocimiento de su vacío y miseria
fueron principio de gracia. El hambre de ternura y cercanía contribuyó a endulzar la
amargura del corazón. Y empezó a recapacitar... Pero no era fácil el regreso. El
hedonismo materialista embota la sensibilidad y oscurece la vista. Volvió roto,
como si viniera del infierno, sólo con la esperanza de ser acogido como un jornalero
de la casa del padre.
No podía imaginar que el padre le había esperado, día tras día, con los brazos
abiertos y los ojos enrojecidos de llanto y de ausencia.
El hijo mayor podría ser prototipo de los que hemos permanecido en casa, juzgando
tal vez el comportamiento del joven pródigo, pero incapaces de descubrir qué clase
de padre tenemos. Es la pura estampa de los fariseos, que entendían de leyes y
tradiciones, pero tenían seco el corazón y, por eso, ni entendían a Jesús, ni habían
experimentado nunca la ternura del padre. Sin corazón, nada es bueno. Ley, culto y
sacrificios sin amor, sólo sirven entonces para engordar la vanidad y para la propia
autojustificación.
El hijo mayor es el hombre de la medida y la balanza, del cálculo y las cuentas. Le
molesta la vuelta del hermano y le enfurece la generosidad del padre. Cuando la fe
se vive sin alegría, más como carga que como gracia, se vive con mentalidad de
jornalero cumplidor y exigente, no con conciencia de hijo.
En medio de los hermanos está el padre. Los verbos que definen su actuación ante
el hijo que viene roto, como del infierno, no pueden ser más expresivos: “Le vio
venir de lejos”, “se conmovieron sus entra￱as”, “ech￳ a correr”, “se le ech￳ al
cuello”, “se lo comía a besos”, “celebremos un banquete”, “hijo, todo lo mío es
tuyo”.
Buena ocasión la cuaresma para que unos y otros, porque todos quedamos
retratados en la parábola, descubramos tanto la miseria del que se va, como la
mezquindad del que se queda. Pero sobre todo, para que experimentemos que el
Padre Dios tiene entrañas vulnerables, capaces de romperse de amor.
Buena ocasión la cuaresma para preparar, unos y otros, la experiencia del retorno.
El retorno es una experiencia pascual, como un paso de la muerte a la vida: “Este
hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos
encontrado”.
El sacramento de la penitencia es costoso. Supone reconocerse uno como es,
levantarse, ponerse en camino, aceptar su culpa sin maquillajes ni caretas. Lo que
sigue es una lluvia de besos. El sacramento acaba siempre en fiesta, porque Dios es
amor. A la hora de la verdad, el verdadero personaje de la parábola, el mejor
definido, es el padre, nuestro Padre Dios, cuyas entrañas sólo Jesús conocía de
verdad. Por eso le salió tan redonda la parábola.
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos