Domingo de Ramos en la Pasión del Señor
LECTURAS:
PRIMERA
Isaías 50,4-7
El Señor Yahveh me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado
una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar
como los discípulos; el Señor Yahveh me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni
me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que
mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos. Pues que Yahveh
habría de ayudarme para que no fuese insultado, por eso puse mi cara como el
pedernal, a sabiendas de que no quedaría avergonzado.
SEGUNDA
Filipenses 2,6-11
El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino
que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a
los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó
el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla
se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que
Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre.
EVANGELIO
Lucas 22,14-71.23,1-56
Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo: «Con ansia he
deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya
no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios.» Y
recibiendo una copa, dadas las gracias, dijo: «Tomad esto y repartidlo entre
vosotros; porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del producto de
la vid hasta que llegue el Reino de Dios.» Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo
partió y se lo dio diciendo: Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced
esto en recuerdo mío.» De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: «Esta
copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros. «Pero la
mano del que me entrega está aquí conmigo sobre la mesa.Entre ellos hubo
también un altercado sobre quién de ellos parecía ser el mayor. El les dijo: «Los
reyes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los que ejercen el
poder sobre ellas se hacen llamar Bienhechores; pero no así vosotros, sino que el
mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve.
Porque, ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a
la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve. «Vosotros sois los
que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un
Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a
mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de
Israel. «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como
trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas
vuelto, confirma a tus hermanos.» El dijo: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo
hasta la cárcel y la muerte.» Pero él dijo: «Te digo, Pedro: No cantará hoy el gallo
antes que hayas negado tres veces que me conoces.» Y les dijo: «Cuando os envié
sin bolsa, sin alforja y sin sandalias, ¿os faltó algo?» Ellos dijeron: «Nada.» Les
dijo: «Pues ahora, el que tenga bolsa que la tome y lo mismo alforja, y el que no
tenga que venda su manto y compre una espada; porque os digo que es necesario
que se cumpla en mí esto que está escrito: = "Ha sido contado entre los
malhechores." = Porque lo mío toca a su fin.» Ellos dijeron: «Señor, aquí hay dos
espadas.» El les dijo: «Basta.» Salió y, como de costumbre, fue al monte de los
Olivos, y los discípulos le siguieron. Llegado al lugar les dijo: «Pedid que no caigáis
en tentación.» Y se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodillas
oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya.» Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le
confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como
gotas espesas de sangre que caían en tierra. Levantándose de la oración, vino
donde los discípulos y los encontró dormidos por la tristeza; y les dijo: «¿Cómo es
que estáis dormidos? Levantaos y orad para que no caigáis en tentación.» Todavía
estaba hablando, cuando se presentó un grupo; el llamado Judas, uno de los Doce,
iba el primero, y se acercó a Jesús para darle un beso. Jesús le dijo: «¡Judas, con
un beso entregas al Hijo del hombre!» Viendo los que estaban con él lo que iba a
suceder, dijeron: «Señor, ¿herimos a espada?» y uno de ellos hirió al siervo del
Sumo Sacerdote y le llevó la oreja derecha. Pero Jesús dijo: «¡Dejad! ¡Basta ya!» Y
tocando la oreja le curó. Dijo Jesús a los sumos sacerdotes, jefes de la guardia del
Templo y ancianos que habían venido contra él: «¿Como contra un salteador habéis
salido con espadas y palos? Estando yo todos los días en el Templo con vosotros,
no me pusisteis las manos encima; pero esta es vuestra hora y el poder de las
tinieblas.» Entonces le prendieron, se lo llevaron y le hicieron entrar en la casa del
Sumo Sacerdote; Pedro le iba siguiendo de lejos. Habían encendido una hoguera en
medio del patio y estaban sentados alrededor; Pedro se sentó entre ellos. Una
criada, al verle sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: «Este
también estaba con él.» Pero él lo negó: «¡Mujer, no le conozco!» Poco después,
otro, viéndole, dijo: «Tú también eres uno de ellos.» Pedro dijo: «Hombre, no lo
soy!» Pasada como una hora, otro aseguraba: «Cierto que éste también estaba con
él, pues además es galileo.» Le dijo Pedro: «¡Hombre, no sé de qué hablas!» Y en
aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró
a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: «Antes que cante
hoy el gallo, me habrás negado tres veces.» Y, saliendo fuera, rompió a llorar
amargamente. Los hombres que le tenían preso se burlaban de él y le golpeaban; y
cubriéndole con un velo le preguntaban: «¡Adivina! ¿Quién es el que te ha
pegado?» Y le insultaban diciéndole otras muchas cosas. En cuanto se hizo de día,
se reunió el Consejo de Ancianos del pueblo, sumos sacerdotes y escribas, le
hiceron venir a su Sanedrín y le dijeron: «Si tú eres el Cristo, dínoslo.» El
respondió: «Si os lo digo, no me creeréis. Si os pregunto, no me responderéis. De
ahora en adelante, el Hijo del hombre = estará sentado a la diestra = del poder =
de Dios.» = Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?» El les dijo:
«Vosotros lo decís: Yo soy.» Dijeron ellos: «¿Qué necesidad tenemos ya de
testigos, pues nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca?» levantándose
todos ellos, le llevaron ante Pilato. Comenzaron a acusarle diciendo: «Hemos
encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al
César y diciendo que él es Cristo Rey.» Pilato le preguntó: «¿Eres tú el Rey de los
judíos?» El le respondió: «Sí, tú lo dices.» Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la
gente: «Ningún delito encuentro en este hombre.» Pero ellos insistían diciendo:
«Solivianta al pueblo, enseñando por toda Judea, desde Galilea, donde comenzó,
hasta aquí.» Al oír esto, Pilato preguntó si aquel hombre era galileo. Y, al saber que
era de la jurisdicción de Herodes, le remitió a Herodes, que por aquellos días estaba
también en Jerusalén. Cuando Herodes vio a Jesús se alegró mucho, pues hacía
largo tiempo que deseaba verle, por las cosas que oía de él, y esperaba presenciar
alguna señal que él hiciera. Le preguntó con mucha palabrería, pero él no respondió
nada. Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándole con insistencia.
Pero Herodes, con su guardia, después de despreciarle y burlarse de él, le puso un
espléndido vestido y le remitió a Pilato. Aquel día Herodes y Pilato se hicieron
amigos, pues antes estaban enemistados. Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a
los magistrados y al pueblo y les dijo: «Me habéis traído a este hombre como
alborotador del pueblo, pero yo le he interrogado delante de vosotros y no he
hallado en este hombre ninguno de los delitos de que le acusáis. Ni tampoco
Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte.
Así que le castigaré y le soltaré.» Toda la muchedumbre se puso a gritar a una:
«¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás!» Este había sido encarcelado por un motín que
hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a
Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícale, crucifícale!» Por tercera vez les
dijo: «Pero ¿qué mal ha hecho éste? No encuentro en él ningún delito que merezca
la muerte; así que le castigaré y le soltaré.» Pero ellos insistían pidiendo a grandes
voces que fuera crucificado y sus gritos eran cada vez más fuertes. Pilato sentenció
que se cumpliera su demanda. Soltó, pues, al que habían pedido, el que estaba en
la cárcel por motín y asesinato, y a Jesús se lo entregó a su voluntad. Cuando le
llevaban, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le
cargaron la cruz para que la llevará detrás de Jesús. Le seguía una gran multitud
del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a
ellas, dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por
vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las
entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a =
decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! = Porque si
en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?» Llevaban además otros dos
malhechores para ejecutarlos con él. Llegados al lugar llamado Calvario, le
crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.» Se repartieron
sus vestidos, echando a suertes. Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían
muecas diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios,
el Elegido.» También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían
vinagre y le decían: «Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!» Había encima de él
una inscripción: «Este es el Rey de los judíos.» Uno de los malhechores colgados le
insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» Pero el otro le
respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y
nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en
cambio, éste nada malo ha hecho.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando
vengas con tu Reino.» Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el
Paraíso.» Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad
sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y
Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, = en tus manos pongo mi espíritu» = y,
dicho esto, expiró. Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo:
«Ciertamente este hombre era justo.» Y todas las gentes que habían acudido a
aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho.
Estaban a distancia, viendo estas cosas, todos sus conocidos y las mujeres que le
habían seguido desde Galilea. Había un hombre llamado José, miembro del
Consejo, hombre bueno y justo, que no había asentido al consejo y proceder de los
demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios. Se presentó
a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús y, después de descolgarle, le envolvió en una
sábana y le puso en un sepulcro excavado en la roca en el que nadie había sido
puesto todavía. Era el día de la Preparación, y apuntaba el sábado. Las mujeres que
habían venido con él desde Galilea, fueron detrás y vieron el sepulcro y cómo era
colocado su cuerpo, Y regresando, prepararon aromas y mirra. Y el sábado
descansaron según el precepto.
HOMILÍA:
Con este domingo que llamamos de Ramos, ya que tratamos de imitar a aquellos
judíos que, en Jerusalén, le dieron una tumultuosa bienvenida a Jesús, que
humildemente entraba a la ciudad santa montado en un borriquito, damos
comienzo a las solemnidades más importantes de todo el Año Litúrgico.
Serán días de recogimiento, en el que todos los cristianos tenemos que centrar
nuestra atención en lo que ocurrió hace ya casi dos mil años.
Allí se iba a abrir, para toda la humanidad, una Nueva Alianza entre Dios y los
hombres. Esta Alianza sería sellada con la sangre del verdadero Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo, al que señaló públicamente Juan el Bautista (Juan
1,29).
La palabra “cordero” hace referencia a lo que ocurrió, casi veinte siglos antes, en
Egipto, cuando Dios, por medio de Moisés, decide liberar al pueblo de Israel de la
esclavitud en que se hallaba sumido en aquella tierra.
Por eso, antes de demostrar su poder supremo, manda a los israelitas a matar un
cordero por familia, usar de la sangre del animal para pintar las jambas y dinteles
de las puertas, de modo que nada les pasara a los que habían sido sellados con
aquella sangre.
Estos hechos los podemos leer en el capítulo 12 del libro del Exodo.
Aquella sangre la han visto los Santos Padres como un signo o tipo de la sangre de
Jesús, derramada por la humanidad, para que pudiéramos todos volver a Dios y
recibir su amor y la promesa de eterna felicidad.
Así como los israelitas recibieron la promesa de una tierra, tipo también del cielo,
así a nosotros Dios nos ha prometido poder compartir con El, eternamente, en su
Casa celestial.
Esa es la razón por la que la Iglesia nos invita encarecidamente a que no perdamos
la oportunidad de celebrar estos días con el corazón abierto al arrepentimiento, a la
conversión, a la esperanza en esa promesa que El realizará porque nos ama como
un verdadero Padre.
La muerte de Cristo fue anunciada ya en el Antiguo Testamento. Como podemos
ver en la primera lectura, el profeta Isaías habla del Siervo de Dios, herido y
humillado, pues estaba cargando con los crímenes y delitos de toda la humanidad.
En el capítulo 52, versículos 13 al 15, dirá también Isaías: He aquí que prosperará
mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera. Así como se
asombraron de él muchos, pues tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía
hombre, ni su apariencia era humana, otro tanto se admirarán muchas naciones;
ante él cerrarán los reyes la boca, pues lo que nunca se les contó verán, y lo que
nunca oyeron reconocerán.
En las visiones que tuvo Isaías de la pasión del Mesías vemos como un anuncio de
todo lo que los evangelistas nos narran sobre los padecimientos de Jesús. El era el
Esperado, pero nadie podía suponer que el modo de nuestra liberación sería
realizado de una manera tan cruel y sangrienta. Con su muerte y resurrección
Jesús sella la Alianza que dará oportunidad, a todos los seres humanos, de llegar a
la salvación.
Pero cada uno de nosotros tiene una responsabilidad frente a la sangre preciosa de
Cristo. No podemos quedarnos cruzados de brazos, o lo que es peor, entregados a
una vida de pecado, si queremos que los padecimientos de Jesús nos alcancen
saludablemente.
El es nuestro médico, pero no nos va a obligar a aceptar la medicina que nos
receta. Tenemos que recibirla con amor, sabiendo que se trata de lo más
importante que podamos tener entre manos durante nuestra estadía en la tierra.
Aquí nada tenemos seguro. Estamos de paso. Por eso el propio Jesús nos señaló
que debíamos aprovechar este tiempo para lo que se nos ha dado: preparar la
salvación.
Así nos dice: Vendan sus bienes y den limosna. Háganse bolsas que no se
deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla;
porque donde esté su tesoro, allí estará también su corazón (Lucas 12,33-34).
¿Qué quiere decirnos con eso? Que este es el mejor negocio que podemos hacer.
Las riquezas en la tierra siempre se perderán. Llegará un momento en que tenemos
que dejar todo del lado de acá. Y, ¿entonces? Pues que nada tendremos.
El apóstol Pablo nos pone, en la segunda lectura, el ejemplo de Jesús. El, siendo
Dios, no hizo alarde de su categoría divina, sino que, por el contrario, se despojó de
su rango y tomó la condición de esclavo.
Eso lo hizo El por nosotros. Se humilló hasta el extremo, siendo obediente al plan
de salvación del Padre hasta la muerte en cruz. Pero luego fue exaltado, igual que
lo seremos nosotros si somos capaces de seguirlo hasta el final.
Padre Arnaldo Bazan