EN CAMINO
3er domingo de cuaresma, ciclo “C”.
Por, Neptalí Díaz Villán CSsR.
I. Yo Soy – Conversión
- Primera lectura: Ex 3,1-8.13-15: Conozco los sufrimientos de mi pueblo.
- Salmo Responsorial: 102 (103),1-4.6-8.11: El Señor es compasivo y misericordioso.
- Segunda lectura: 1Cor 10, 1-6.10-12: Quien crea estar firme, cuidado no caiga.
- Evangelio: Lc 13 1-9: Dios nos da nuevas oportunidades.
Yo soy: la experiencia del éxodo siempre fue referente en la vida del pueblo de
Israel. El fragmento del Éxodo que leemos hoy en la primera lectura, nos presenta uno
de los aportes más ricos de la cultura judía a la humanidad: la experiencia religiosa con
un Dios liberador.
El texto sigue un esquema común en los relatos de vocación: Dios se manifiesta
de alguna manera y llama a la persona. La persona responde, Dios promete la salvación
y le da un encargo al elegido. El elegido objeta la elección por algún motivo y Dios le da
alguna explicación o le muestra algún signo y, tras una nueva objeción, viene la
respuesta final de Dios.
En este caso se trata del llamado de Dios a Moisés para una misión muy concreta:
liderar al pueblo en su camino hacia la libertad. Moisés cuidaba las ovejas de su suegro
Jetró, sacerdote de Madián. Había huido de Egipto, pues allí lo querían matar después
de haber dado muerte a un egipcio que golpeaba a un israelita.
Dentro de su vida cotidiana como pastor de ovejas, un día decidió ir más lejos y
entonces descubrió algo muy especial. Ese es un detalle que vale la pena rescatar: a
veces es necesario ir más allá. Preguntar, observar, investigar, descubrir qué hay detrás
de ciertos fenómenos. No conformarse con decir que las cosas son así y no pueden ser
de otra manera, que así están mandadas, que eso es lo que hay que hacer; y tal vez
quejarnos por esa realidad pero seguir inmóviles. Ese día Moisés caminó un poco más
allá (v.1)
Moisés vio que con el fuerte sol del medio día, una zarza ardía sin consumirse, así
como con el peso de la más dura esclavitud, un pueblo sobrevivía y clamaba a Dios una
respuesta. El sufrimiento de los esclavos no dejó indiferente a Dios quien escuchaba
sus gritos y buscaba la forma de liberarlos.
Ante el misterio de la zarza ardiendo y ante la situación del pueblo, Moisés debía
quitarse las sandalias. Primero, porque se trataba de una presencia muy sagrada y,
segundo, porque al pisar las piedras calientes por el sol, podría acercarse más al
sufrimiento de los esclavos. Allí descubrió la manifestación, el llamado y el envío de
Dios a liberar a su pueblo.
Moisés se encontraba en tierra extranjera, y su suegro era un sacerdote de otra
confesión religiosa, pero quien llamaba era el mismo Dios que había llamado, a su vez,
a Abraham de Ur de los caldeos y le había hecho la promesa de un pueblo grande y
libre. Del mismo Dios de Isaac y Jacob, en quienes se empezaba a cumplir la promesa.
Se trataba de dar continuidad a esa promesa truncada por la esclavitud a manos de los
egipcios.
Esta experiencia religiosa no habla de un Dios encumbrado en las alturas, motor
inmóvil, fuerza creadora y ordenador del mundo, como lo concebía la filosofía griega.
En la cultura semita el nombre le da sentido, identidad y misión a la existencia. Dios se
llama a sí mismo: “YO SOY EL QUE SOY”. El verbo ser-estar quiere indicar una
dinámica real e histórica. Se trata de un Dios que se manifiesta en la acción a favor de
aquellos a quienes se les ha lesionado su dignidad: “la sangre de tu hermano clama a mí”
(Gen 4,10). “He visto la humillación de mi pueblo, he escuchado sus clamores” (Ex 3,7). Un Dios
que escucha el clamor de los pobres, se conmueve y se indigna ante el dolor humano y
toma partido a favor de los maltratados. Un Dios que se compromete con la liberación
de los esclavos y con todo el proceso de lucha para consolidarse como pueblo en una
tierra que mana leche y miel. Es decir, con un pueblo para que tenga condiciones de
vida digna de seres humanos.
¡Qué alegría saber que el Dios en el cual creemos tiene para nosotros un proyecto
de libertad y dignidad! Vale la pena unir nuestra vida y entrar en comunión con el Dios
que libera, que tiene la capacidad de arrancar nuestra vida de la esclavitud de Egipto y
conducirnos a una tierra buena y espaciosa. Como personas, como familias, como
Iglesia, como comunidad y como seres humanos, podemos contar siempre con la gracia
del Señor que siente nuestro dolor, escucha nuestros clamores y baja en persona para
conducirnos en nuestro camino hacia una vida plena, digna y feliz.
Conversión: en el tiempo de Jesús se daban muchas revueltas. La presencia del
imperio y su política opresora afectaba la calidad de vida y, en particular, la sensibilidad
religiosa del pueblo. Las revueltas se presentaban especialmente durante la celebración
de la Pascua, cuando conmemoraban la comida previa de sus antepasados, antes de
lanzarse a la aventura de salir de Egipto y recorrer el largo camino para llegar a la tierra
prometida. Proceso que estuvo iluminado y conducido por la acción de Dios.
Los galileos (paisanos de Jesús) tenían fama de revoltosos. A Galilea la llamaban
despectivamente “cueva de bandidos”, pues de allí eran los zelotes, un grupo de
guerrilleros que luchaban a muerte para liberar a los judíos de la bota romana y de los
demás poderes cómplices del imperio, que lesionaban su dignidad y su fe.
La celebración de la Pascua enardecía los ánimos de los galileos, y los sacrificios
eran una forma de reafirmar su fe en el único Dios Señor y salvador. Por eso no es de
extrañar que los galileos de los que habla el evangelio de hoy, animados por el
ofrecimiento de algún sacrificio al único Dios, hayan formado revuelta contra la
estructura de poder romano y judío que manejaba al pueblo a su antojo. Revuelta que
debió reprimir Pilato de manera cruel, propia de su estilo y del de los personajes de la
historia, encarnecidos con el poder y miedosos de perderlo. Mezcló la sangre de los
galileos revoltosos con la sangre de los sacrificios.
La antigua doctrina de la retribución, muy difundida entre las escuelas rabínicas en
el tiempo de Jesús, enseñaba que las desgracias eran consecuencia de actos
pecaminosos. De tal manera que, según la enseñanza de los rabinos en el tiempo de
Jesús, los galileos asesinados por Herodes, y los accidentados en la torre de Siloé,
habrían muerto como castigo de Dios por algún pecado. Es más, la ortodoxia judía
culpaba a la gente pobre e ignorante que no conocía la Ley, de las desgracias que vivían.
Según ellos, “el pueblo de la tierra” como despectivamente llamaban a los pobres,
ofendía al Altísimo con su ignorancia, su poca observancia de la Ley y su rechazo al
sagrado orden establecido por Dios.
Cuando se viven momentos críticos a nivel personal o colectivo, se suele tirar
flechas para todo los lados y buscar culpables en todos, menos en nosotros mismos
porque nos cuesta asumir responsabilidades. Es más fácil tener chivos expiatorios. Jesús
rechazó severamente ese juicio contra la gente y la visión de un Dios cruel y vengador.
Las tragedias son ocasionadas por fenómenos naturales, irresponsabilidades o injusticias
humanas, no como castigo de Dios. A cambio, propuso la conversión para todos, pues
si no cambiamos y trabajamos unidos, pereceremos, no por castigo de Dios, sino como
consecuencia lógica de nuestros actos humanos.
En muchos textos se compara el pueblo de Israel con una vid o con una higuera
(Ez 15; Is 5,1. 24,7; Jer 8,13. 24,1-10; Os 9,10; Mi 4,4. 7,1). La parábola de la higuera
quiere mostrar la ausencia de frutos en el pueblo de Israel. La gran cantidad de
empobrecidos y marginados a quienes se les desconocían sus derechos, la explotación,
el despojo de los pequeños propietarios y la acumulación de tierras por parte de los
terratenientes amigos del sistema y todo el orden establecido, tenían al pueblo sofocado
y sufriendo. Israel no daba los frutos que Dios quería: justicia y derecho. Ese era un
reclamo propio del movimiento profético del cual Jesús fue un buen heredero. El
problema de esta higuera no era su follaje sino la ausencia de frutos. Ocupaba un gran
espacio dentro de la viña pero no producía.
La institución judía (sanedrín, sacerdocio, templo) estaba muy bien organizada y
las estructuras arquitectónicas del templo eran dignas de admiración, pero todo eso no
servía para que Israel diera los frutos que Dios esperaba. Por el contrario, eran un
elemento más para engañar al pueblo y mantenerlo subyugado.
Por eso, el dueño de la viña quería eliminar la higuera. Un empleado fue quien
salió en defensa de ésta y prometió dedicarle un cuidado especial para ver si producía
frutos. No sabemos si al cabo de un año y con los cuidados especiales del empleado
intercesor, la higuera habría dado frutos o no. Algunas veces los evangelios dejan las
cosas sin terminar para suscitar que la comunidad le ponga el final con su propia vida.
Nos corresponde a nosotros, los cristianos de hoy, analizar nuestras instituciones
religiosas y nuestra vivencia de la fe. Aunque ya las constituciones políticas de nuestros
países no tienen el catolicismo como religión oficial, vivimos en sociedades
cristianizadas y la gran mayoría de personas dicen creer en Dios y hacer parte de alguna
iglesia cristiana.
Pero, ¿dónde están los frutos? ¿Por qué seguimos viendo cuadros tan dramáticos
de hambre, miseria, analfabetismo, asesinatos, desplazamientos, secuestros, miedo,
desesperanza…? ¿Esos son los frutos de nuestro árbol social cristiano? ¿No se hacen
llamar cristianos casi en su totalidad quienes cometen robos, asesinatos, secuestros,
engaños, traiciones y todo tipo de malas obras? ¿No se dicen cristianos en su mayoría
quienes se benefician de la tiranía del mercado, pagan malos sueldos, están afiliados a
partidos políticos de dudosa reputación, hacen acuerdos con delincuentes con licencia
para matar y se reparten miserablemente la torta del erario público? ¿Tienes asegurada
bien tu casa? Porque mientras estás leyendo esta reflexión, puede que haya algún
“bautizado” con deseos de entrar a tu casa para atracarla…
Después del año ¿dio o no dio fruto la higuera? Nosotros somos la higuera y la
respuesta la tenemos en nuestras manos. ¿Qué frutos tenemos en nuestras manos?
¿Qué tal si aprovechamos este tiempo de cuaresma para reflexionar seriamente sobre
los frutos que damos como creyentes a nivel personal y eclesial? ¿Qué tal si
aprovechamos la cuaresma para comprometernos con Jesús y su proyecto de salvación?
¿Qué tal si nos lanzamos a la aventura de construir una sociedad en la cual todos
tengamos derecho a disfrutar de “la leche y la miel” que hoy sólo disfrutan unos pocos,
mientras otros están condenados a sobrevivir?
Oración
Oh Padre Dios, te damos gracias porque siempre estás cerca de nosotros, sientes,
sufres y lloras, gozas y ríes con nosotros. Gracias porque podemos confiar plenamente
en tu voluntad; en Ti encontramos consuelo y esperanza, en Ti está la plenitud de la
vida. Te bendecimos por toda la experiencia de salvación suscitada en el pueblo del
Éxodo, por su búsqueda, su decisión, su lucha y por todo el camino recorrido
conducido y fortalecido por Ti, hasta llegar a la tierra prometida. Nosotros también
queremos vivir esa experiencia de éxodo, nosotros también queremos hacer nuestro
propio éxodo salvífico conducidos por tu gracia.
Te presentamos, Señor, todas aquellas situaciones que nos esclavizan: vicios,
odios, resentimientos, malos recuerdos, limitaciones humanas… injusticias, corrupción,
terrorismo, estructuras sociales inicuas, políticas públicas perversas y amañadas,
inequidad, acumulación del capital, manipulación de los medios… drogadicción,
alcoholismo, prostitución, trata de personas… y todo aquello que esclaviza nuestras
vidas, nuestras familias, nuestras sociedades. Sabemos, Padre, que Tú quieres para
nosotros una vida digna, en justicia y derechos para todos. Que todos tengamos una
tierra buena y espaciosa, es decir, unas condiciones dignas para trabajar, recoger los
frutos y vivir bien. En tus manos ponemos nuestro anhelo de libertad, encamina
nuestras vidas hacia donde está la realización plena de nuestra existencia. Ayúdanos a
“conquistar” la tierra prometida sin dejar a nadie sin su tierra, porque en esta tierra que
nos diste todos tenemos cabida, todos somos importantes, todos somos hijos tuyos.
Padre Dios, líbranos de ser pura apariencia como la higuera sin frutos. Que como
personas, como familia, como Iglesia y como comunidad, demos los abundantes frutos
que Tú esperas de nosotros. Nos unimos a Ti por medio de tu Hijo Jesucristo, nuestro
hermano mayor, que supo canalizar hacia los demás el torrente de vida que recibió de
Ti. Nos unimos como hermanos en el amor, por medio del Espíritu Santo que le da
continuidad a tu obra salvadora. En Ti confiamos, en tus manos somos conducidos
siempre hacia la plenitud de la vida en el amor. Amén.