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EN CAMINO
1er Domingo de Pascua, ciclo “C”.
Por, Neptalí Díaz Villán CSsR.
- 1ra lect.: Hch 10,34ª.37-43
- Sal 117
- 2da lect.: Col 3,1-4
- Evangelio: Jn 20,1-9
El gran acontecimiento
“Ustedes ya conocen el acontecimiento, que trascendió a todo el territorio judío
y que había tenido su comienzo en Galilea” (Hch 10,37)
Todo empezó en Galilea, la zona más marginada y desprestigiada de Israel. “La
Galilea de los gentiles”, “la cueva de bandidos”, “el lugar desde donde no podía salir
algo bueno”… en fin, el rincón más desgraciado del mundo conocido en aquellos
tiempos.
En aquella región, un hombre vivía y sufría con los demás condenados por un
sistema tan próspero para unos como tan denigrante y esclavizante para otros. Era
originario de Nazaret, el caserío más rezagado de Galilea. Le gustaba hacer aparatos de
madera, a excepción de las dolorosas cruces que imponían los romanos a los
delincuentes, pues pensaba que nadie tenía el derecho a imponer cruces a otros. Por el
contrario, le decía a sus amigos que el mundo debía organizarse para evitar que unos
seres deshumanizados siguieran imponiendo cruces. Era carpintero como su padre,
aunque la mayor parte del tiempo trabajaba en oficios varios, debido a que la madera se
había encarecido mucho y poca gente tenía acceso a ella.
Compartía la pesada vida cotidiana de sus coterráneos, comía el pan fruto de su
trabajo, y soñaba despierto con un mundo en el cual todos pudieran vivir mejor. No
hizo nada distinto a lo que hacía todo el mundo: Pescar en el lago de Genezaret o mar
Tiberiades, sembrar y regar con el sudor de su frente la tierra que antes era propia y
había pasado a ser propiedad de algún terrateniente amigo de Roma. Cosechar, entregar
los mejores frutos a los dueños y quedarse con las sobras que a duras penas le permitían
sobrevivir. Cantar para echar las penas a volar y encender la luz de la esperanza, y
contar algunos cuentos de su propia inspiración, otros de la tradición de sus
antepasados o aquellos cuentos exóticos que llevaban los viejos comerciantes de Arabia,
Persia, India, Egipto y otros lugares del mundo conocido. Tomar una copa de vino con
los amigos en la taberna del viejo Matías y reírse de sí mismo para mantenerse vivo. Ir
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el Sábado a la Sinagoga del rabino Benjamín, hacer las oraciones tres veces al día y pedir
a Dios que les enviara rápido al tan esperado Mesías para librarse de la Ignominia de
Roma, así como otrora los había librado de la ignominia de Egipto con la mano de
Moisés y Aarón (Jos 5,9s).
Este hombre, desde niño soñaba con algo diferente para todos. Y para llegar a ese
mundo soñado no esperó conquistar el poder, como lo habían hecho los Macabeos y
como lo esperaban hacer los Celotas, sino que empezó a realizarlo entre sus amigos. En
realidad no hizo nada extraordinario sino que vivó la sencilla vida cotidiana con la
grandeza de quien sabe amar y servir.
Quienes compartían con él, vivían una experiencia distinta: se sentían respetados,
acompañados y amados. A su lado comprendían que eran seres humanos, hijos de
Dios, dignos de sonreír y de ser felices. Ese judío marginal, como le llama John Meier,
se convirtió para sus amigos en un gran acontecimiento que transformó radicalmente
sus existencias, les permitió descubrir el rostro misericordioso de Dios y el lado amable
de la vida. Pedro resumió su acontecer histórico con estas palabras: “Pasó haciendo el bien
y curando a todos los que estaban bajo el dominio del diablo, porque Dios estaba con él.” (Hch
10,38).
Pero quienes estaban encumbrados en la cima del poder y esclavizados por su
propia bajeza humana, no soportaron a este hombre que vivía enteramente libre para
Dios y para los demás. Además, el hombre de Nazaret cometió un grave error que los
poderosos de todos los tiempos no perdonan: les devolvió a los empobrecidos la
esperanza, los deseos de libertad y la convicción de que merecían vivir dignamente. Allá
o aquí, en aquel tiempo o en éste, quien se atreva a buscar un mundo diferente y a
ponerse de parte de los empobrecidos, será considerado peligroso por los poderosos y
correrá el riesgo de ser perseguido, como lo hicieron con este hombre. Por eso lo
mataron crucificándolo en el madero de la cruz, la más ignominiosa de todas las
muertes para ese momento histórico. Quienes habían sido más que sus discípulos sus
amigos entrañables, por quienes estaba dispuesto a dar la vida, lo abandonaron y hasta
su Padre Dios, en quien había puesto toda su confianza, guardó silencio, como si
hubiera estado de acuerdo. Sólo su mamá y unas cuantas mujeres, tan débiles y tan
fuertes como sólo ellas, asumieron la pena y el riesgo de acompañar hasta el patíbulo de
la cruz, a ese hombre excomulgado por el sanedrín y condenado por Pilato.
Mucha gente que había puesto su confianza en el hombre de Nazaret, dejó morir
con su muerte todos sus sueños, deseos e ilusiones. Todos se dispersaron y quisieron
olvidar ese vano delirio de un mundo feliz (Lc 24,13ss). Sintieron que todo se había
venido abajo y que las tinieblas de la desesperanza cubrían de nuevo la tierra (Lc 23,44).
Pero ahí ocurrió algo extraño. Al tercer día (que significa tiempo en el que Dios
actúa), una experiencia nueva y poderosa se les impuso: sintieron que el hombre estaba
vivo. Les invadió una certeza extraña: que Dios sacaba la cara por Él, y se empeñaba en
reivindicar su nombre y su honra. Experimentaron que el hombre seguía aconteciendo
en ellos, de una manera nueva y renovadora, y con mucha más fuerza que antes. Que
vivía en ellos y que la muerte no había podido hundirlo definitivamente. Dios lo había
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resucitado y sentado a su derecha, confirmando la veracidad de su Palabra y el valor de
su vida y de su Causa. Aquel hombre tenía razón, y no quienes despreciaron su
proyecto y lo expulsaron de este mundo. Dios estaba de su parte y respaldaba la Causa
del Crucificado.
Aparentemente había fracasado pero no era así, porque su vida y su muerte no
habían sido en vano, y su resurrección le daba sentido a toda su lucha. Este hombre
permitió que Dios aconteciera en Él, convirtiéndose a su vez, en un gran
acontecimiento que transformaba totalmente la vida de sus seguidores, quienes se
convirtieron en testigos de su resurrección.
Noticias de resurrecciones eran muy frecuentes en aquel mundo mágico religioso
antiguo por la mentalidad de la época. Sin embargo, la resurrección de ese hombre fue
recibida con una agresividad extrema por parte de las autoridades que lo mataron. ¿Por
qué?
Porque los apóstoles no anunciaron la resurrección en abstracto, como si la
resurrección de aquel hombre fuese simplemente la afirmación de la prolongación de la
vida humana después de la muerte. Tampoco anunciaron la resurrección de un alguien
cualquiera. Los apóstoles anunciaron una resurrección muy concreta: la de aquel
hombre llamado Jesús, a quien las autoridades civiles y religiosas habían rechazado,
excomulgado y condenado.
Y esto fue lo que verdaderamente molestó a las autoridades judías: Que la Causa
de Jesús, que habían considerado tan peligrosa y que ya creían enterrada, volviera a
ponerse en pie y resucitara. Y no podían aceptar que Dios estuviera sacando la cara por
aquel excomulgado, condenado y crucificado.
Es posible que después de casi 2000 años, muchos de nosotros, como dice el
Evangelio hoy, no hayamos entendido lo que significa la resurrección (Jn 20,9).
Corremos el riesgo de confundir la resurrección con la revivificación de un cadáver,
como si el cadáver de Jesús hubiera vuelto a tomar vida y se hubiera levantado.
Corremos el riesgo de quedarnos con el espectáculo milagrero de ver entrar la estatua
del “resucitado” entre los aplausos de la gente, el incienso que adormece y las campanas
del templo que suenan.
¡Creer en la resurrección no es eso! Creer en la resurrección no es aceptar un
dogma o repetir como loros un credo. A un gran número de seres humanos la
resurrección de Jesús no les dice nada, porque la hemos reducido a la simple afirmación
de una vida después de la muerte o a un hecho histórico que hoy tiene muchos
cuestionamientos. Muchos no creen en la resurrección sencillamente porque la hemos
convertido en un hecho vacío de contenido, totalmente contrario a las pretensiones del
hombre de Nazaret.
Creer en la resurrección de Jesús, es creerle a él, pero sobre todo, es creer como él
creyó. Aquí lo más importante no es creer en Jesús como Dios, sino sobre todo creer
en el Dios que él creyó. Aquí lo más importante no es tener fe en él, sino tener la fe de
él: su compromiso, su actitud ante la vida, su opción y su entrega total por al justicia del
Reino.
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Creer en la resurrección de Jesús, es ser testigos de su acontecimiento en nuestras
propias vidas. Es vivir en Cristo y morir con él a todo aquello que nos disminuye como
personas y resucitar cada día para una vida nueva. Es vivir y luchar hasta dar la vida por
la Causa de Jesús, expresar al amor tal como él lo hizo y tener la justicia del Reino,
como valor fundamental de nuestra vida.
Creer en la resurrección es morir a la vida societaria dominada por la lógica de la
dominación y la jerarquización, característica propia de los simios superiores, de los
cuales nos diferenciamos en apenas 1.6 % de la carga genética. Es superar las relaciones
interpersonales organizadas por la lógica de la competitividad y la subyugación. Es
cambiar de lógica y entablar nuevas relaciones interpersonales conducidas por la
socialidad, la cooperación y la convivialidad, singularidad propia del ser humano, como
lo dicen los antropólogos chilenos Maturana y Valera 1 .
Creer en la resurrección es buscar los bienes de arriba , como escribió Pablo a la
comunidad de Colosas (Col 3,1). Sabiendo que los bienes de arriba, no significan
necesariamente los de la otra vida después de la muerte, sino los grandes bienes por los
cuales Jesús murió y resucitó, que están dentro de nosotros. Los bienes de allá arriba
son los mismos de aquí abajo, todo lo material, lo espiritual y lo temporal; los dones y
carismas, pero puestos al servicio de la vida. Los bienes de allá arriba son todo lo que
somos y tenemos, empleados no de manera rastrera y egoísta, sino de forma justa,
fraterna y solidaria. Son vivir con la grandeza con que vivió Jesús. Creer en la
resurrección es permitir que Cristo acontezca en nosotros y nos salve de una vida
mediocre, egoísta e infeliz, y nos conduzca a una vida plena, resucitada y
bienaventurada.
Oración
Señor Jesús, creemos en ti, en tu Palabra, en tu vida, en la justicia del Reino, Causa
por la cual fuiste capaz de arriesgar tu vida hasta derramar la última gota de sangre.
Creemos en tu resurrección, en la continuación de tu Causa histórica en el hoy de
nuestra historia. Creemos que vives en medio de nosotros y queremos que conduzcas
nuestra vida con la gracia de tu Espíritu.
Queremos experimentar en cada momento de nuestra vida ese mismo
acontecimiento Pascual que experimentaron los primeros testigos. Ayúdanos a hacer
morir de entre nosotros todo vicio, todo egoísmo, todo miedo, toda avaricia y todo
aquello que esclavice nuestra vida e impida nuestra auténtica libertad y felicidad. Te
aceptamos como nuestro Salvador y Mesías, te aceptamos como el Hermano Mayor de
esta nueva familia inaugurada por ti, la familia de los que escuchan la Palabra de Dios y
la ponen por obra. Te manifestamos nuestro anhelo de hacer parte de esa familia, la
familia de los Bienaventurados del Reino. Transfigúranos contigo Jesús, queremos vivir
siempre en comunión contigo, con tu Palabra, con tu Causa, con tu muerte y con tu
resurrección. Amén.
1 BOF Leonardo, Democracia y Ecología. En: Agenda Latinoamericana 2007. Verbo Divino, Bogotá 2006.
pag. 65.