MONS. RUBEN OSCAR FRASSIA
JUEVES SANTO - CATEDRAL DIOCESANA
28 de marzo 2013
Queridos hermanos:
Estamos celebrando el Triduo Pascual y la Iglesia en la liturgia va haciéndonos vivir
un único misterio: el misterio de Cristo que se entrega por amor a nosotros, el
misterio de la Eucaristía, el misterio de la crucifixión, el misterio de la resurrección.
Cada día nos está haciendo vivir una parte central; pero el misterio no tiene partes,
porque es una totalidad. Pero si nos va desgranando pedagógicamente el misterio
para que nosotros lo podamos entender más y mejor.
Nos da su propio Cuerpo, su propia Sangre: es la institución de la Eucaristía. Pero
también les encomienda a los Apóstoles, y en ellos a los sacerdotes los instituye
dándoles la potestad y la posibilidad de obrar en nombre de la Iglesia, hacer
presente y conmemorar siempre el único sacrificio. Hay muchas eucaristías pero es
una sola Eucaristía, es el sacrificio único de Cristo que se ofrece, muere y resucita
para nosotros. Ese sacrificio, que se vuelve a repetir en cada Eucaristía, es el
mismo sacrificio ya de una manera incruenta.
Pero es el mismo sacrificio, porque toda acción de Dios es sagrada, es infinita, es
eterna. Por eso tiene un valor inestimable, porque es para siempre, porque es
eterno que Dios nos permite participar en la temporaneidad de nuestra vida
cotidiana.
Cuantas veces recibimos al Señor en la Eucaristía, estamos recibiendo a Dios, a lo
absoluto, en nuestra vida; estamos recibiendo aquello que no tiene ocaso, que no
tiene fin y que realmente es la vida por excelencia.
En este marco, en esta Cena, cada uno de nosotros va a ocupar el lugar de los
Apóstoles y va a participar del gesto de Dios, que se nos da en lo más sublime: su
Amor. Nos da un amor noble que nos ennoblece, un amor bello que nos embellece,
un amor libre que nos da libertad y nos quita de toda esclavitud de pecado y de
toda oscuridad de la muerte. Nos da el amor de Cristo.
Por eso, cuantas veces nosotros nos acercamos a la Eucaristía, nos estamos
acercando a la vida, nos estamos acercando al amor. Es lo más sublime. ¡Y nunca,
pero nunca, deberíamos acostumbrarnos!, ¡nunca deberíamos recibirlo por
costumbre, “porque todo el mundo va”, y uno también va! Haciendo así uno pone el
cuerpo, pero el corazón, la mente, la voluntad y los sentidos están injustamente
desparramados por otros lados.
La Eucaristía nos une al misterio de Dios, y cuando Él entra en nuestra vida entra
LA VIDA y se va todo vestigio de muerte; nos libera de la esclavitud del egoísmo,
del orgullo, de la vanidad, del individualismo, de la injusticia. Los cristianos, los
católicos, estamos convencidos y tenemos que gritar que creemos en el amor de
Dios, creemos porque no nos va a fallar jamás, tenemos lo más importante en
nuestra vida: el amor de Dios que nos enaltece, nos consuela y tantas veces es
bálsamo para nuestras heridas y nos robustece, nos da fuerza. ¡Fuerza para
seguir empezando! ¡Fuerza para seguir amando! ¡Fuerza para seguir dándonos!,
como la Eucaristía nos dice que el Señor se entregó por nosotros libremente.
En esta noche, en esta Ultima Cena, estamos festejando el sacerdocio ministerial.
Los Apóstoles, los sacerdotes -que son colaboradores y continuadores- tienen la
facultad, y no por mérito propio, de hacer presente a Cristo en la Eucaristía. El
sacerdote consagra o es Cristo quien consagra por medio de él; el sacerdote
perdona los pecados o es Cristo quien perdona esos pecados; el sacerdote nos da el
viático y el sacramento del enfermo para robustecernos, para consolarnos en
nuestra vida ante la debilidad, ante la fragilidad física, espiritual, moral o síquica;
ciertamente el sacerdote nos tare lo sagrado que viene de parte de Dios.
A todos nosotros, en esta Ultima Cena, el Señor nos invita a tener una actitud
vinculante; nos vincula la Eucaristía, que es el amor por excelencia, que se hace
presente a través del sacerdocio ministerial, que nos lleva a la caridad y al servicio
que todos tenemos que tener unos con otros. ¡Ese amor, ese servicio es con todos!
Es vinculante, no es optativo. No es “si tengo ganas, sirvo” o “si no tengo ganas, no
sirvo”, “soy bueno si tengo ganas, si no tengo ganas no soy bueno”. No hago el
bien “porque tengo ganas”, hago el bien porque en este bien estoy expresando mi
finalidad y mi vida humana, mi vocación humana y mi vocación cristiana que es
sublime, noble, digna, que nos enaltece y nos dignifica a todos.
Dentro de breves minutos tendremos el gesto de Cristo, que lavó los pies a los
Apóstoles. El Obispo va a lavar los pies a estos hermanos que representan a los
Apóstoles. Y en esta Última Cena el Señor nos invita a estar convencidos y tomar
una decisión que no depende de nuestra propia capacidad; es la Eucaristía, es el
Señor que nos da fuerza, que nos transforma, que nos ilumina y que nos ayuda a
amar y amar mejor. Amar, amando bien, superando todas las barreras que la
sociedad, las experiencias, y los límites personales, muchas veces puedan
contrarrestar.
Ciertamente en la Eucaristia, en esta noche, en esta Pascua del Señor, tenemos
que tomar el compromiso de que mi vida cristiana tiene que ser expresada en el
amor de Dios, por el amor de Dios y en el amor a nuestros hermanos. Los límites
se superan, las fronteras no existen, los impedimentos y las excusas están de más.
Dios, respetando nuestra naturaleza humana, nos acompaña, nos eleva y nos
fortalece en nuestra vida cristiana. Dicho de otra manera: Dios hace posible lo que
para nosotros, humanamente, no es posible. Dios nos da la fuerza que muchas
veces carecemos. Dios nos da el sentido de aquello que muchas veces nos hemos
extraviado y hemos perdido el mismo sentido.
Que en esta noche santa, la Pascua del Señor, que pase por nuestra vida y nos
marque profundamente, que cale muy hondo en nosotros; así daremos frutos y
frutos en abundancia; porque con el Señor celebramos su Pascua.
Que así sea.