Domingo 2º de Pascua
Lecturas: Hch 5,12-16; S. 117;Ap 1,9-13.17-19;
Jn 20,21-31
Homilía por P. José Ramón Martínez Galdeano,
S.J.
Cristo, ¿dónde estás?
Aquí, muy cerca
Cuando San Pablo está preso en Cesarea
esperando ser enviado a Roma para ser juzgado por el
tribunal del emperador, llega el rey Herodes a visitar al
procurador romano Félix. Félix se encontró con Pablo
preso al tomar posesión de su cargo. Procuró
informarse del caso, pero no entendió nada del
problema. Se trataba de un problema religioso entre
judíos, en los que Roma no se metía, dando libertad a
las costumbres de los pueblos dominados. Esperaba
que Herodes, judío como Pablo y sus acusadores, le
diera luz sobre el problema.
“Hay aquí un hombre –explicó Félix a Herodes–
que mi predecesor dejó preso. Los somos sacerdotes y
los ancianos de los judíos han pedido su condena. Yo
les respondí que no es costumbre de los romanos
entregar a un hombre sin que el acusado tenga ante sí
a los acusadores y se le dé la posibilidad de
defenderse. Vinieron los acusadores, pero no
presentaron acusación de ningún crimen. Solamente
tenían contra él unas discusiones sobre su propia
religión y sobre un tal Jesús, ya muerte, y de quien
Pablo afirma que vive” (v. Hch 25,13-22).
Que Cristo ha resucitado, es la verdad
fundamental de nuestra fe. Cristo está vivo ya. No sólo
en cuanto Dios, también en cuanto hombre. No
andemos buscando el cuerpo de Cristo ni resto alguno
de él. Cristo hoy está vivo.
De esta su vida está comunicándonos a nosotros
la vida divina, que hemos recibido por primera vez en
el bautismo y que, si perdimos por el pecado, hemos
recuperado en el sacramento de la confesión. Si
conservamos esta vida hasta el momento de nuestra
muerte, nos llevará el alma al cielo, también resucitará
nuestros cuerpos en la resurrección final y los reunirá
en la felicidad eterna junto a sí para siempre.
Pero no tenemos que esperar hasta el final del
mundo y del género humano. Hoy ya este Jesús, que
está vivo, está cerca de nosotros. Él es la vid y
nosotros los sarmientos. En él estamos injertados,
desde el bautismo, por la fe. En nosotros y por
nosotros, gracias a nuestra fe, produce obras en este
mundo, que sólo Él, y nosotros por la fe en Él,
podemos producir.
A cada uno de nosotros, mientras no
rompamos la comunicación con Él por el pecado
mortal, nos comunica el Espíritu Santo. El Espíritu
Santo es como el alma de la Iglesia. Como el alma
está presente, une y da vida al cuerpo y a todos sus
miembros, así el Espíritu Santo está presente en cada
fiel, miembro de la Iglesia, que es su cuerpo, y
actuando, según la función que cada uno tenemos en
ella.
Nuestra oración, la escucha y meditación de la
palabra, nuestras obras buenas, nuestras virtudes,
nuestros esfuerzos y nuestras cruces, todo lo que
hacemos movidos por la fe, la esperanza y el amor
Dios, siendo sin duda obras nuestras, son al mismo
tiempo obras buenas que hacemos estimulados y
fortalecidos por el Espíritu Santo que en nosotros
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actúa. Es así como Cristo sigue hoy presente y actúa
en la Iglesia y en el mundo.
Esto es lo que las dos primeras lecturas nos
confirman que era lo que sucedía desde el principio en
la Iglesia hasta con milagros, de una manera que no
podían ponerse en duda, y en la experiencia personal
de Juan en oración, como nos dice la lectura segunda.
El evangelio nos enseña también que la
comunicación del Espíritu Santo la hace el Señor
repetidas veces en nuestra vida. San Juan nos dice
cómo, ya antes del gran día de Pentecostés, el mismo
día de la resurrección Jesús otorgó a sus discípulos el
poder divino de perdonar los pecados: “Reciban el
Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados les
quedan perdonados”. El poder de Jesús que más
escandalizó a los fariseos, fue el de perdonar los
pecados: “¿Quién puede perdonar los pecados sino
sólo Dios?”. Pues bien es Jesús, el Hijo de Dios, Dios
con el Padre y el Espíritu, quien puede perdonar y
sigue perdonando de hecho hoy por medio de la Iglesia
a todo pecador arrepentido. “Este hermano tuyo
estaba muerto y ha resucitado”. En cada confesión de
un pecador arrepentido, por muchos y enormes
pecados de que sea reo, Jesús vuelve a resucitar. Y en
cada creyente, que también arrepentido recurre al
sacramento de la confesión para obtener la curación de
su cojera, parálisis o ceguera espiritual, Jesús también
actúa curando los males de esta alma.
Sólo cuando no creemos, como sucedió al
apóstol Tomás, es cuando Dios queda paralizado en su
poder y no puede obrar. Pero aun entonces, si
continuamos como Tomás en la Iglesia, el Buen Pastor
vendrá en busca de la oveja perdida hasta encontrarla
y convencerla. Vuelve, hermano; oveja perdida, te
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esperamos; la cena está ya a punto, tu sitio está
vacío.
El evangelio de hoy nos estimula también a
mejorar el fruto que sacamos del sacramento de la
confesión. Vayamos preparados, tras haber visto con
la luz del Espíritu los pecados y faltas que más nos
dificultan en transparentar a Dios, ser dóciles a sus
inspiraciones y servirle como testigos e instrumentos.
Pidamos especialmente a María estas gracias.
Como buenos discípulos recibámosla en nuestra casa.
Que seamos presencia y fuerza de Jesús resucitado
para quien tenga la suerte de acercarse a nosotros
como a Cristo.
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