II DOMINGO PASCUA C
El resucitado da vida
Jesús les había dicho a sus discípulos: “Dentro de poco ya no me veréis, pero
dentro de otro poco me volveréis a ver. Lloraréis y os lamentaréis, pero vuestra
tristeza se convertirá en alegría” ( Jn. 17,16.20). Sin embargo, la muerte se había
cobrado su triunfo más brillante y más cruel: Jesús de Nazaret, el que pasó
haciendo el bien y sembrando esperanza, el único inocente de los hijos de Adán,
había sido procesado, condenado, muerto en cruz y sepultado. Con su muerte había
muerto la esperanza. El desconcierto, la frustración y el temor, un temor lúcido,
frío, soberano e inamovible se había apoderado del corazón de los discípulos. Y ahí
están ahora muertos de miedo, como perros apaleados. Una losa más grande y
pesada que la del sepulcro había caído sobre ellos. Aparentemente todo había
acabado. Allí quedaban enterradas todas las experiencias compartidas, toda la
esperanza depositada en el joven profeta galileo por el que, un día, lo habían
dejado todo.
“El primer día de la semana, estando reunidos los discípulos en el cenáculo con las
puertas cerradas por miedo a los judíos, Jesús se presentó en medio y les dijo: - La
paz con vosotros. A continuaci￳n les mostr￳ las manos y el costado”.
Ahora, cuando aparece Jesús resucitado, no se lo pueden creer. Tiene que
mostrarles las marcas de los clavos y la cicatriz todavía fresca de la llaga del
costado. Y la tristeza se convirtió en alegría: “Los discípulos se llenaron de alegría
al ver al Se￱or” , dice el evangelista Juan, que nos cuenta la escena.
Así debe ser nuestra alegría pascual. Y qué hermoso lo que sigue, qué prueba de
confianza: “Alent￳ sobre ellos y les dijo: -Como el Padre me envió, yo os envío:
Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 23) . A unos
pobres hombres, que le habían abandonado y negado hacía tan poco tiempo, les
encarga ser ahora sus labios, sus manos, su rostro.
No es el ánimo o el entusiasmo lo que hace resucitar a Jesús en la conciencia de los
discípulos, es la realidad de la resurrección lo que reanima y resucita la fe de los
discípulos. El resucitado no sólo está vivo, es dador de vida. Por eso, alienta sobre
ellos el soplo de vida que es el Espíritu Santo.
Los signos de este resurgimiento son dos: el primero es la misión como
participación en la misión misma de Cristo; el segundo es el perdón de los pecados
y la capacidad de perdonar, hasta el punto de que lo que el enviado realice, bajo la
acción del Espíritu Santo, será ratificado por Dios mismo.
Tomás no estaba en el grupo cuando vino el Señor. Sólo llegó a tiempo de
presenciar el entusiasmo y el gozo de sus compañeros. Parece que le molestó ver lo
pronto que aquellos hombres, tan cobardes y mezquinos, se había aupado al carro
del triunfo como unos pobres ilusos. Tomás necesitaba ver las llagas que habían
preparado y merecido aquel triunfo, si es que era verdad que el crucificado había
resucitado. Sabía que las exaltaciones pseudo-místicas son poco fiables.
A los ocho días se presentó de nuevo Jesús estando ya Tomás presente.
Conocemos lo que pasó. Tomás nos ha dejado una preciosa confesión de fe, y,
como respuesta, Jesús nos regaló la última bienaventuranza del Evangelio:
“¡Dichosos los que crean sin haber visto!”.
La incredulidad de Tomás , escribe san Gregorio Mago , ha sido para nosotros más
útil que la fe de los discípulos que creyeron ”. Ahora sabemos que estamos en el
camino de las bienaventuranzas cuando “ le amamos, sin haberlo visto” (1 Petr.1,
8). En la Eucaristía extendemos la mano y recibimos sacramentalmente su cuerpo;
tocamos sus llagas gloriosas, fruto del amor, y Él toca las llagas purulentas de
nuestro egoísmo y de nuestro pecado. Y somos curados. Y somos bienaventurados.
No es por azar que el evangelista sitúe ambos hechos en el domingo, el primer día
de la semana. Cuando Juan escribe su evangelio ya habían empezado las
persecuciones. Y sin embargo, cada domingo, misteriosamente, cuando se juntaban
para “la fracción del pan”, sentían que era Pascua, que allí alentaba el resucitado en
el corazón de sus vidas, dándoles fuerza para vivir y afrontar los peligros. Y se
llenaban de alegría, se fortalecía su esperanza y se renovaba su corazón, se sentían
enviados en medio de un mundo frecuentemente hostil, portadores de la misma
misión de Jesús para renovar la creación.
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos