Domingo 3 de Pascua C
“Señor, que podamos alabarte con la boca y con las obras buenas”
La liturgia de este domingo nos ofrece un triple testimonio de la Resurrección: La aparición de
Jesús en el lago de Tiberíades (Jn. 21, 1-19), la declaración de Pedro y de los Apóstoles ante
el Sanedrín (Hech. 5, 27-32.40-41) y la visión profética de la “gloria del Cordero” en el
Apocalipsis (Ap. 5, 11-14).
La aparición de Jesús en el lago va acompañada por hechos singulares: la pesca milagrosa de
ciento cincuenta y tres peces, la comida preparada en la playa por el Resucitado, la entrega del
primado a Pedro. Impulsado por su amor a Jesús, Pedro ha sido el primero en seguirle y
terminada la comida, el Señor lo examina nuevamente sobre el amor. Debió serle muy penoso
a Pedro ser interrogado tres veces sobre un punto tan delicado, pero de este modo Jesús lo
inducía -delicada y veladamente- a reparar su triple negación y le enseñaba que el hombre no
debe sentirse seguro de su amor, sino más bien poner su seguridad en Dios. Pedro lo intuye, y
a la tercera pregunta se “entristece”, pero humildemente responde: “Se￱or, tú lo sabes todo, tú
sabes que te amo” (21,17). Sobre esta confesión humilde y segura, Pedro es constituido
cabeza de la Iglesia. Y para que sepa que no se trata de un honor sino de seguir al maestro y
sufrir lo que él sufrió, le dice: “cuando eras joven, tú te ceñías e ibas donde querías, más
cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde no quieras (ib18).
La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles nos muestra a Pedro en su puesto de jefe
de los apóstoles mientras son arrastrados al Sanedrín por haber predicado en nombre de
Jesús. Después de haber manifestado a voces que es “preciso obedecer a Dios ante que a los
hombres” (Hech. 5,29), Pedro repite con franqueza el anuncio de la resurrección: “el Dios de
nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros habéis dado muerte suspendiéndolo de un
madero”. Pedro acaba de salir de la prisión, pero no teme, aunque sabe que le podrán suceder
cosas peores, ha colocado toda su confianza en el Resucitado y ha comprendido lo que le
había dicho: que debía seguirle en sus tribulaciones. Dice Pedro: “nosotros somos testigos de
esto” (la Pasión y Resurrección del Señor) inspirado por el Espíritu Santo que Dios otorga a los
que le obedecen. El Espíritu es quien habla por boca de los que obedecen al Señor a costa de
cualquier riesgo. Para los Apóstoles este riesgo se convierte en realidad porque son sometidos
a la flagelación soportándola con alegría porque habían sido dignos de padecer ultrajes en
nombre del Señor. Este es el testimonio que el Señor espera de todos los cristianos, un
testimonio libre de respetos humanos y libre también del miedo a los riesgos y peligros. Es
necesario saber que la fe vivida convence al mundo más que cualquier otra apología.
Al testimonio de la Iglesia militante, siempre imperfecto a causa de la debilidad humana se une
el de la Iglesia triunfante, libre ya de debilidades humanas, que canta a grandes voces la gloria
de Cristo resucitado: “Digno es el Cordero, que ha sido degollado, de recibir el poder, la
riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor la gloria y la bendici￳n” (Ap.5,12). Himno de amor y
reconocimiento de todos los hombres que se repite en la liturgia eucarística: “¡tuyo es el poder,
el reino y la gloria para siempre”! El cristiano alaba y bendice al Se￱or glorioso no sólo con la
lengua y el gesto, sino también y sobre todo con la vida y las obras.
La liturgia es acción de gracias a Dios que no abandona a sus hijos, acción de gracias por la
redención obrada por Jesucristo, por la asistencia del Espíritu de Dios para obrar bien y poder
dar testimonio explícito de la fe.
Que la Virgen, Madre del Resucitado, nos acompañe siempre en la confesión y vivencia de
nuestra fe.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú