Comentario al evangelio del Domingo 07 de Abril del 2013
El primer día de la semana
El segundo domingo de Pascua es, en
realidad, el término de un largo día pascual que se ha prolongado durante toda la semana; la liturgia la
presenta como un solo día en el que se concentran las experiencias de encuentro con el Resucitado que
hacen los discípulos, duramente golpeados en sus esperanzas por la muerte ignominiosa de su Maestro.
En estos textos evangélicos se subrayan las dificultades que aquellos primeros discípulos tuvieron para
aceptar la noticia de la Resurrección y para reconocer la presencia del Señor entre ellos. Esas
dificultades son, en verdad, las nuestras, que tampoco acabamos de creernos del todo que Jesús ha
resucitado, es decir, que la muerte ya ha sido vencida, que es posible vivir “de otra manera”, pues
estamos viviendo realmente un nuevo periodo de la historia, el tiempo de la nueva creación. Esto
último es lo que significa la expresión, repetida en los relatos de apariciones del Resucitado y también
hoy: “el primer día de la semana”. Esta indicación no tiene sólo un sentido cronológico, no es una
datación neutra, sino que se trata de una revelación.
Si una semana es el tiempo en el que alegóricamente se despliega el poder creador de Dios, “el primer
día de la semana” es aquí el comienzo de la nueva creación que tiene lugar en la Resurrección de
Jesucristo de entre los muertos, cuando de manera definitiva y para siempre Dios ha separado la luz de
las tinieblas, el bien del mal, la vida de la muerte (cf Gn 1, 4).
Estamos viviendo ya en el tiempo de la nueva creación, pero, como no nos lo creemos, dominan en
nosotros, creyentes abatidos, la cerrazón (“estaban los discípulos en una casa con las puertas
cerradas”) y el miedo (“por miedo a los judíos”). Sólo la presencia viva de Cristo en medio de esta
comunidad escondida y en retirada puede vencer estas resistencias. Caemos en la cuenta de que la
comunidad es el lugar privilegiado en el que es posible ver al Señor y hacer la experiencia pascual. Es
verdad que se trata de una comunidad de hombres débiles, cerrados sobre sí y atemorizados. No son
sus cualidades ni sus méritos (tampoco, desde luego, su imaginación) los que pueden revertir de
manera sorprendente (literalmente, milagrosa) esta situación: del tenso temor, la cerrazón y la tristeza,
a la pacificación (“paz a vosotros”), la apertura valerosa (“os envío”) y la alegría (“se llenaron de
alegría”) en el Espíritu Santo (“recibid el Espíritu Santo”).
Las dificultades para creer en la Resurrección del Señor y reconocer su presencia, comunes a todos los
discípulos (a todos nosotros: cf. Mc 16, 9-15), se concentran hoy en la figura de Tomás, apodado el
mellizo. Por eso, la Iglesia lee este pasaje del Evangelio de Juan este segundo Domingo de Pascua en
los tres ciclos litúrgicos.
Tomás expresa, en primer lugar, la dispersión a que se ve sometida la comunidad de Jesús tras su
muerte. Algunos siguen ligados entre sí, pero en un grupo cerrado, como vemos hoy; o que,
abandonados los ideales destruidos por la muerte del Maestro, vuelve a viejas y estériles ocupaciones
(cf. Jn 21, 1-3); otros, sencillamente, se vuelven a casa, completamente desilusionados, como los
discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13). Tomás, al parecer, también había tomado el camino de la
dispersión y el abandono de la comunidad. Este abandono es comprensible. Si Jesús ha muerto, ¿qué
puede unirles ya? Los defectos de todos estos discípulos (ambiciosos, a veces violentos, cobardes, etc.)
son demasiado patentes, no hay en ellos virtud suficiente para mantenerlos unidos. De no haber
sucedido algo extraordinario y humanamente inexplicable la dispersión hubiera sido total y definitiva.
Los defectos y pecados de la Iglesia son con frecuencia la excusa para abandonarla y distanciarse de
ella. Esta excusa estaría justificada si la Iglesia fuera sólo un grupo humano unido por ciertas ideas,
convicciones o valores (que los mismos miembros de este grupo contravienen con frecuencia). Pero si,
pese a tantos defectos y pecados, se mantienen unidos, es porque hay algo más grande que ellos
mismos que los convoca y vincula: la presencia en medio de ellos del Señor Resucitado.
En lo que se refiere a Tomás, parece que el abandono no debió ser total, pues los discípulos que
permanecieron unidos y, por eso, pudieron ver al Señor resucitado, se apresuraron a avisarle de lo
acontecido. Todos los textos de este “primer día de la semana” insisten con especial vehemencia en la
importancia del testimonio interno a la comunidad. Poner en común las distintas experiencias del
Resucitado, y comunicárselas a los que todavía no las han tenido, es un rasgo clave de este periodo
pascual. La comunidad se constituye y se recrea precisamente en este testimonio interno: los creyentes
no deben dar por descontada la fe en el Señor Resucitado, sino que deben confirmarse unos a otros en
esta fe. Y esto les lleva necesariamente a volver a encontrarse, a sentarse juntos y a compartir el pan. Y
es en este contexto, claramente eucarístico, donde acontecen las apariciones de Jesús.
Tomás, incrédulo, en principio no da crédito al testimonio de los otros. Se aviene a volver a reunirse
con ellos y participar en una de esas asambleas que tenían lugar “el primer día de la semana”, pero
pone condiciones: no quiere alucinaciones ni misticismos, “ver” al Señor de verdad tiene que significar
poder tocar sus heridas, metiendo el dedo en los agujeros de los clavos y la mano en el costado.
Tomás, que no era mellizo de nadie, sino que “le llamaban” el Mellizo, al parecer por su parecido
físico con Jesús (y Jesús, verdadero hombre, se ha hecho mellizo de cada uno de nosotros), es también
mellizo nuestro, pues experimentaba las dificultades de la fe que, de un modo u otro, experimentamos
todos. Pero, como él, podemos superarlas. La gran condición para ver, tocar, creer y confesar es
precisamente estar en la comunidad.
Se suele decir que la fe es una cosa personal, lo que es cierto, pero se suele dar a entender que es una
cosa individual y subjetiva, lo que es falso. La fe verdadera es un don que recibe la persona, pero
requiere de la comunidad creyente. Para “ver” al Señor y creer en Él hay que estar en la comunidad de
esos tan imperfectos, violentos, ambiciosos, temerosos y cobardes, pero al fin discípulos, capaces de
volver al Señor, pedir perdón, y dar la vida por Él.
Es digno de mención el hecho de que el evangelio de Juan nunca usa el sustantivo “fe”, sino sólo el
verbo “creer”, precisamente para subrayar que se trata de un dinamismo vivo, con dudas y dificultades
y, en todo caso, que nunca está concluido, siempre abierto, siempre por redescubrir, por rehacer.
Puesto que son los defectos y pecados de la Iglesia (que tanto y con tanta fuerza, no siempre con
justicia, se suelen subrayar) son para muchos el gran obstáculo para integrarse en ella, participar de sus
asambleas y tratar de ver al Señor en ellas, es muy importante subrayar el papel de las heridas que
Jesús muestra en su cuerpo y ofrece a Tomás para que las toque, incluso por dentro. Al hablar de la
nueva creación, ya real por la Resurrección de Cristo, y de la nueva comunidad recreada por la
presencia del Resucitado, no hay que caer en idealizaciones ingenuas, como si en el mundo ya todo
estuviera bien y en la Iglesia no hubiera problemas, defectos y pecados reales. Igual que la humanidad
resucitada de Cristo es una humanidad herida, en la que se pueden ver las huellas de la pasión, la
comunidad que nace de ella no puede cerrar sus ojos a las otras heridas de Cristo. Por un lado, están las
heridas propias del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, la comunidad de los discípulos. No cabe aquí
idealización alguna. La fuerza y el fundamento de esa comunidad es Cristo, muerto y resucitado y que
se nos manifiesta vivo, pero herido. Para vivir la vida nueva de la Resurrección hay que volver
continuamente a la memoria de la muerte, hay que tocar las heridas, y no superficialmente, sino
entrando en ellas hasta el fondo. Esto significa que hay que mirar de cara a los problemas, reconocer y
abordar los conflictos, admitir las debilidades, confesar los propios pecados, tomar las medidas
pertinentes, perdonarnos mutuamente… Igual que el testimonio interno de la comunidad es el
fundamento del testimonio que se ha de dar ante el mundo, también el perdón, que Jesús confía a la
comunidad para que lo comunique al mundo, es una realidad que opera dentro de la comunidad, que
confiesa sus pecados, ejerce el perdón entre sus miembros, y hace de él una dinámica real de ruptura
con el pecado.
Pero, además están las heridas del Cristo que sufre en la humanidad, en sus “pequeños hermanos”, de
tantas formas, y que hay que saber también tocar, como hacía Jesús, que con frecuencia curaba
“tocando”, en el contacto vivo. Esto tiene mucho que ver con el carácter abierto de la comunidad que
ha visto al Señor y ha superado el temor y vive ya en el “primer día de la semana”, en el que rigen
nuevas leyes, ante todo, la ley del amor. La primera y la segunda lectura nos ofrecen un cuadro
luminoso de lo que debe ser esta comunidad que, en medio de las condiciones del viejo mundo, vive ya
en el tiempo de la nueva creación. En la primera se dice cómo esa comunidad, con Pedro a la cabeza y
a imitación del Maestro, “pasa haciendo el bien”, tocando y curando a los que sufren; y, además,
permanece abierta a todos los que, voluntariamente y sin imposiciones, quieren agregarse a ella. Y en
el texto del Apocalipsis se ofrece una interpretación de la historia en la clave del Resucitado: en ella
son posibles las persecuciones, hasta el martirio, a causa del testimonio que tenemos que dar de Cristo
Jesús, pero los discípulos saben que la muerte ya ha sido vencida (y lo que el mundo puede hacernos
en último término es darnos muerte, esto es, partícipes de la victoria de Cristo), por lo que han
perseverar, superado todo temor, en ese testimonio, al que el mismo Señor Resucitado nos ha enviado
y nos sigue enviando cada día.
José María Vegas, cmf