DOMINGO 3º PASCUA (C)
Lecturas: Hch 5,27-32.40-41; S 29,2.4-6.11-13; Ap
5,11-14; Jn 21,1-19
Homilía por el P.José R. Martínez Galdeano, S.J.
“Vengan a comer”
Es posible que más de uno de ustedes se haya
dado cuenta del peso que el símbolo eucarístico tiene
en la aparición de Jesús resucitado que nos narra la
perícopa de hoy. Podemos añadir que la alusión
eucarística también destaca en el conjunto de las
apariciones de Jesús resucitado y en el conjunto de los
evangelios que se leen a lo largo del año litúrgico. Ello
manifiesta la importancia que tiene en la Iglesia el
sacramento de la Eucaristía.
Una vez más recordamos el punto central de
nuestra fe de que Cristo vive; ha muerto, su cuerpo
perdió la vida, pero la recuperó y no está muerto;
porque ha resucitado y está vivo.
El modo más normal de encontrarnos con Cristo
resucitado es en los sacramentos. Porque en los
sacramentos Cristo no nos encuentra y actúa sólo con
su divinidad, sino también con su humanidad, con su
cuerpo resucitado. En los sacramentos, enseñan los
teólogos, el cuerpo resucitado de Cristo hace de los
ritos sacramentales instrumentos suyos para otorgar la
gracia.
La aparición del lago, que la Iglesia nos ofrece
hoy, tiene un gran peso eclesial: la barca es la de
Pedro y representa a la Iglesia, Pedro dirige toda la
pesca hasta llevarla a los pies de Jesús, Jesús hace a
Pedro pastor de todo su rebaño, Jesús le promete una
suerte final como la suya; y en el centro de todo el pan
signo claro (tal vez incluso realidad) de la Eucaristía.
Todo está diciendo aquello del Concilio, que recoge el
Catecismo de que “la Eucaristía es fuente y cima de
toda la vida cristiana” (LG 11; CIC 1324).
El mismo Catecismo explica esta afirmación,
citando al mismo Concilio: “Los demás sacramentos,
como también todos los ministerios eclesiales y las
obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a
ella se ordenan. La Sagrada Eucaristía, en efecto,
contiene todo el bien espiritual de la Iglesia es decir,
Cristo mismo, nuestra Pascua” (PO 5; CIC 1324).
La Iglesia considera como una especie de
amputación condenable el impedir que un bautizado
reciba la Eucaristía. No admite otra razón válida para
ello sino la presencia del pecado grave. En efecto, ésta
es la única causa que rompe la comunicación con
Cristo. Por eso si una persona con uso de razón (lo
cual supone la Iglesia que se tiene de modo general a
partir de los siete años) recibe el bautismo, debe,
junto con la necesaria catequesis para el bautismo,
recibir la catequesis para la confirmación y la sagrada
comunión y recibirlas en la misma liturgia bautismal .
Con frecuencia no se hace así, pero se hace mal.
Claro que recibir la Eucaristía exige como
condición necesaria el estado de gracia. Es inútil
alimentar a un muerto. La confesión, en el caso de
haber cometido un pecado grave, es necesaria para
comulgar. Cierto, y esto nos indica la importancia de
vivir en gracia. En la parábola del banquete de bodas
en el Reino fue expulsado el comensal que estaba mal
vestido ( v. Mt 22,12s). “Quien coma el pan o beba el
cáliz del Señor indignamente, come y bebe su propia
condenaci￳n” (v. 1Cor 11,27-29).
“La Eucaristía significa y realiza la comunión de
vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios, por las
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que la Iglesia es ella misma” (CIC 1325). Por eso la
Eucaristía es la máxima realizaci￳n de la Iglesia. “En
ella (en la Eucaristía) se encuentra a la vez la cumbre
de la acción, por la que en Cristo Dios santifica al
mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los
hombres da a Cristo y por Él al Padre” (mismo n.).
No vengamos misa “para no pecar”. Cuando el
Papa viene, acudimos llenos de entusiasmo y en
multitud. Cristo es más que el Papa. Vengamos a misa
movidos por la fe, con ilusión y ganas profundas de
encontrarnos con Cristo, de escucharle, de verle
multiplicar el pan del alma que necesitamos, de pedir
la curación de las enfermedades de nuestro espíritu y,
¿por qué no?, también las de nuestro cuerpo.
Todo es posible con la fe. Vengamos a participar
en la Eucaristía siempre con una gran fe. Creamos y
pidamos a Cristo que nos ayude en nuestra
incredulidad. Pidamos sobre todo gracias del espíritu,
gracias sobrenaturales. Pidamos luz para entender
bien su palabra, para que nos ilumine la vida y sea así
cada vez más cristiana, para vernos y sentirnos cerca
de Él, para tener el valor suficiente de ofrecer con su
sacrificio nuestros propios sacrificios, los que nos
supone vivir como cristianos, para que nuestro amor
por Él crezca y llegue hasta nuestros hermanos en el
seno de nuestra familia, en el ambiente de trabajo, en
todas partes en que nos encontremos. Pidamos su
fuerza para echar el demonio de nuestro cuerpo y de
nuestra alma, pidamos la superación de las tendencias
de la carne, pidamos la verdad para que no nos
engañe tanta mentira como flota a nuestro alrededor,
pidamos saber perdonar, pidamos no odiar, pidamos
ser pobres de espíritu y vivir con alegría con lo que
tenemos.
La misa de cada domingo participada con fe debe
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hacernos a Cristo más cercano, más amigo, más
nuestro. Debe hacernos más fácil cargar con nuestra
cruz. Debe darnos alegría para iluminar con ella
nuestra vida e iluminar la vida de nuestra familia,
nuestro trabajo, nuestro dolor, nuestra salud y
nuestras enfermedades.
Cada domingo Jesús resucitado nos espera. Igual
que a aquellos siete: “Vengan a comer”. “Repártenos
tu cuerpo –respondamos– y el gozo irá alejando la
oscuridad que pesa sobre el hombre. Que el viento de
la noche no apague el fuego vivo, que nos dejó tu paso
en la ma￱ana” (Himno de vísperas tiempo pascual).
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