III DOMINGO DE PASCUA, CICLO C
Pedro, testigo del Resucitado
La gran alegría del encuentro con Cristo Resucitado ha quedado patente en las
narraciones evangélicas de las apariciones. Los testimonios de las diversas
apariciones privadas y públicas del Resucitado a personas y grupos constituyen el
mensaje principal de la Iglesia en este tiempo de Pascua. Además de su valor
histórico acerca del encuentro del Resucitado con los discípulos y discípulas, es de
destacar el significado de cada relato en la perspectiva de la fe. En el cuarto
evangelio se encuentra el relato de la aparición de Jesús a siete discípulos a orillas
del mar de Tiberíades (Jn 21,1-19), en cuyo contexto se presenta y desarrolla el
protagonismo del apóstol Pedro entre los discípulos, mediante dos elementos que
estructuran las dos partes de la narración, a saber, la pesca milagrosa y el diálogo
de la triple manifestación del amor de Pedro al Señor. Su final revela la comunión
de vida y de destino del discípulo respecto a su Señor aludiendo al tipo de muerte
que Pedro iba a sufrir en su propia crucifixión.
La primera parte de este fragmento evangélico es similar al del encuentro
fascinante de Pedro con Jesús en el relato lucano de la pesca milagrosa (Lc 5,1-11).
En ambos se trata de una narración que, a través del prodigio de la gran redada de
peces, revela a Jesús como Señor, con la soberanía propia del que ha resucitado y
manifiesta su potencia divina, mostrando la autoridad de su palabra y la capacidad
transformadora de su gracia. Jesús sale al encuentro de Pedro y los discípulos, que
tras no haber pescado nada durante la noche, lo intentaban de nuevo. De forma
sorprendente y misteriosa, sin que ellos se percataran ni lo pudieran reconocer en
un primer momento, Jesús les manda echar otra vez la red en el mar. Acontece lo
sorprendente. Una maravillosa redada de peces muestra el señorío de quien se ha
hecho el encontradizo: Es el Señor. Y los discípulos lo reconocen. La comida de pan
y pescado celebra el encuentro con el resucitado y manifiesta que el pan eucarístico
compartido es el lugar de la permanente presencia del Señor en la historia de la
Iglesia. La presencia del resucitado en la vida de los discípulos es una sorpresa.
Sólo a través de la palabra se reconoce al Señor en la historia. Una vez más el
texto evangélico remite a los creyentes a reconocer la presencia de Jesús a través
de su palabra. Es una constante repetida en la apariciones. Parece que no sea la
vista el sentido más adecuado que permite reconocer al Señor, sino la escucha y la
acogida de la palabra de Jesús.
En realidad, de las características del cuerpo resucitado de Jesús sólo podemos
saber lo que Pablo intenta describir con la metáfora de la semilla que se siembra,
se muere, germina y resucita (cf. 1Cor 15,42-44). Se trata de un cuerpo
incurruptible, glorioso, fuerte y espiritual o pneumático. Es el mismo sujeto, la
misma persona de Cristo, el crucificado, pero ya no es lo mismo, puesto que ha
resucitado. Tenemos dificultad para entender lo que es este tipo de cuerpo, pero
desde las categorías antropológicas bíblicas, podemos esbozar que un cuerpo
pneumático es alguien que ha tenido vida mortal y que, tras la resurrección, tiene
una vida no sometida a las condiciones espacio-temporales de la historia humana.
Se trata de alguien que puede establecer una relación viva y una comunión
profunda en el amor con otras personas, para lo cual la palabra es la forma más
viva de comunicación y de reconocimento personal. Por ello, tal como formulaba
Benedicto XVI, “el Evangelio es el Cuerpo de Cristo” (VD 56), es decir, la palabra
que permite encontrar y reconocer el cuerpo pneumático/espiritual del Resucitado
entre nosotros. Desde esta perspectiva resulta maravillosa la grandeza de la
palabra viva que nos regenera, nos comunica su amor y nos interpela, como a
Pedro, para corresponder con amor a aquel a quien no hemos visto, pero que llena
de alegría nuestra existencia (cf. 1Pe 1,6-9).
En todo el relato del Evangelio de Juan de este domingo, Pedro es el pionero de la
fe. La preeminencia del apóstol Pedro queda de relieve también en la segunda
parte, el diálogo conclusivo del Evangelio de Juan. A la reiterada pregunta de Jesús
acerca del amor de Pedro, éste responde tres veces confesando su amor y
mostrando cierta extrañeza, pero de este modo parece compensar las tres
negaciones que hizo durante la pasión. De este amor, ratificado y comprobado,
nace su misión extraordinaria de servicio en el pastoreo del rebaño de Dios.
Pedro pasa a ser el primero en dar testimonio de Cristo crucificado y resucitado, de
lo cual es signo su propia crucifixión ejecutada bajo el poder imperial romano en
Roma, en el circo de Nerón, junto a la colina Vaticana, cuya necrópolis alberga la
tumba del Apóstol Pedro, pobre y mártir, que se encuentra exactamente bajo la
basílica de San Pedro en la ciudad eterna.
También el texto de los Hechos de los Apóstoles narra cómo este apóstol es cabeza
del testimonio firme y audaz de la predicación apostólica primitiva en medio de las
persecuciones sufridas en la Iglesia naciente, testimonio ejemplar que sigue siendo
emblemático para todos los creyentes a lo largo de la historia y proporciona el
criterio que debe prevalecer en todo conflicto: “Hay que obedecer a Dios antes que
a los hombres”. Y desde ahí se hace posible el anuncio permanente de la única
verdad que la Iglesia proclama: Jesús, el crucificado por los hombres, ha sido
resucitado por Dios, y es el salvador de todos (Hch 5,27-41). La misión de la Iglesia
consiste en anunciar a Jesús, en proclamar su resurrección y en acreditar su
presencia viva a través del testimonio de muchos creyentes. Sin embargo no puede
pasar desapercibido el componente de denuncia que conlleva el anuncio misionero,
pues anunciar a Cristo crucificado es denunciar a los que lo crucificaron, y
proclamar la victoria del Justo e inocente que fue resucitado por Dios es proclamar
que hay una verdad y una justicia, la de Dios, que no está sometida al dictamen de
los que tienen el poder en este mundo y siguen asesinando víctimas y haciendo
daño indiscriminadamente, como hicieron con Jesús.
El sucesor de Pedro en la actualidad es el Obispo de Roma, el recientemente
elegido papa Francisco, cuyo testimonio de Cristo, crucificado y resucitado, sigue
animando a avivar la fe en toda la Iglesia, a acercarse a la misma por parte de los
más alejados y a desarrollar la misión en las periferias del mundo, donde el ser
humano sufre, es marginado y maltratado. Las sorpresas de sus gestos y palabras,
revestidas de la sencillez y de la espiritualidad franciscanas, constituyen, en el
primer mes de su ministerio, un motivo ilusionante para los creyentes en las
grandes tareas de la renovación de la Iglesia y de su presencia misionera y
evangelizadora en el mundo.
Feliz domingo de Pascua
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura